Media hora después, los tres habían vuelto al restaurante. C. J., a regañadientes, estaba sentado en la encimera. Paula frunció el ceño al ver lo delgado que estaba.
—No pueden obligarme a que me quede aquí —protestó C. J.
—No, la verdad es que podría entregarte al sheriff —replicó Pedro.
Fue la primera vez que Paula vió miedo en sus ojos.
—No he hecho nada —se defendió el niño—. Mi padre va a volver, lo prometió. Ya lo verán.
Pedro se sentó en un taburete al lado del niño.
—Hasta que vuelva, no puedes vivir solo. ¿Qué te parece ir a casa conmigo durante un tiempo?
Los ojos del niño dejaron escapar un destello de esperanza y luego miró a Paula.
—¿Y ella? ¿Va a delatarme?
—No, a no ser que sigas llamándome vieja novia.
Él la miró desafiante.
—¿No eres de él?
—No soy de nadie.
—Entonces, ¿Por qué estás mirándonos todo el rato de esa manera?
A Paula no le gustó la dirección que estaba tomando aquello.
—¿Por qué no nos ocupamos de asearte y de decidir adónde vamos?
—A casa conmigo —insistió Pedro.
Paula supo que a Pedro no iba a gustarle, pero tampoco podía callárselo. C. J. podía estar enfermo.
—¿Puedo hablar contigo?
Pedro se levantó.
—No pienses que vas a escaparte otra vez —le avisó a C. J.
Fueron hasta la puerta que daba al callejón.
—A lo mejor tendría que verlo un médico —Pedro la miró con el ceño fruncido y ella siguió—. De acuerdo, ¿qué te parece si lo ve Tamara? Ella es enfermera.
—¿Tenemos que implicarla?
—Pedro, necesitamos más ayuda para C. J. Si lo piensas, te darás cuenta de que tengo razón.
Él se cruzó de brazos.
—¿Qué has pensado?
—Tenemos que llamar a alguien que tenga contactos. Tenemos que llamar a mi padre.
Una hora más tarde, Pedro estaba en su camioneta llevando a C. J. al rancho de los Chaves. ¿Cómo había permitido que Paula lo convenciera? Aunque tampoco pudo hacer nada cuando ella sacó el móvil y llamó al senador. Las cosas se pusieron en marcha antes de que se diera cuenta de lo que estaba pasando. El supuesto plan era que todo el mundo se reuniera en la casa de Alisa en el rancho. Miró al asiento trasero y vió a C. J. comiéndose la segunda hamburguesa que había comprado antes de emprender el viaje de cuarenta kilómetros. Llegaron a la puerta de hierro que protegía el rancho. Pulsó el botón, dijo su nombre y pudo entrar. Tomó el camino hacia la casa principal, giró a la derecha para tomar otro camino, pasó una elevación y vio la casa familiar original, la que construyó el bisabuelo de Paula cuando se asentó en esas tierras. Su padre le había contado que, en esos momentos, la casa era de Paula y que la había reformado para vivir allí. En el pueblo, todo el mundo contaba historias de los Chaves. Hacía más de cien años, las familias Kerry y Chaves se unieron y levantaron la dinastía. Hicieron su fortuna con el ganado y con buenas inversiones. Un Alfonso nunca podría competir con un Chaves en riqueza y prestigio. Fue un disparate haber pasado ese fin de semana con Paula hacía tres años. Volver a la escena del crimen era otro.
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