—Bueno, ya lo sabes. Te ha abierto su casa e intenta que estés cómodo. No se merece que la trates mal.
Como ya tenía la cara limpia, Pedro pudo ver las pecas en la nariz de C. J.
—De acuerdo, pero ¿Tengo que ir al colegio?
—Siento tener que decírtelo, cowboy, pero es la ley. Todos los niños tienen que ir al colegio.
—Entonces, mañana quiero ir contigo a caballo.
—Antes, tenemos que ver cómo te va en el colegio y cómo tratas a una mujer —Pedro levantó una mano—. ¿Trato hecho?
—Trato hecho.
C. J. dió una palmada a la mano y Pedro le hizo cosquillas hasta que empezó a reírse. Luego, lo arropó, le deseó buenas noches, salió y cerró la puerta. Avanzó por el pasillo dándose cuenta de que se había responsabilizado de otra persona, de un niño. ¿Qué le había pasado para hacerlo? Fue hacia la sala, pero tuvo que pasar por el dormitorio principal. La puerta estaba abierta y vió a Paula sentada en la cama con las piernas cruzadas y una serie de papeles alrededor como si estuviera trabajando. Ella levantó la mirada.
—¿Se ha dormido C. J.?
Era preciosa, hipnóticamente preciosa.
—Creo que sí —contestó él casi sin poder hablar.
Ella no se movió y él tuvo que hacer un esfuerzo para no recordar los momentos que había pasado en esa misma cama. Ése no fue su sitio entonces ni lo era en ese momento. Sin embargo, eso no impidió que se acercara a ella. Paula abrió mucho los ojos oscuros y él se detuvo.
—¿Puedo hablar un minuto contigo?
Ella tragó saliva.
—¿De qué hay que hablar?
Pedro sonrió.
—De que, de pronto, nos hemos convertido en padres.
Ella sonrió aunque intentó evitarlo.
—De un niño pequeño al que no le gustan las niñas… Ninguna niña.
—¿Qué sabe un niño de nueve años?
—Que yo no le caigo bien —contestó ella.
Pedro sintió una opresión en el pecho y se acercó más a ella.
—Hasta que llegue a conocerte, Paula. Entonces, le parecerás irresistible.
Como estaba pareciéndoselo a él. Miró alrededor para pensar en otra cosa.
—Me gusta cómo has dejado el cuarto.
Las paredes estaban pintadas de azul, había arreglado el suelo de madera y lo había cubierto en parte con una mullida alfombra color arena.
—El mérito es de Tamara y Gonzalo. Ellos la reformaron.
Pedro notó que faltaba algo. Habían sustituido el cabecero de madera tallada por otro del latón.
—La cama… La cama de tus bisabuelos.
Ella se sonrojó.
—Te acuerdas.
—Cariño, no me he olvidado de casi nada de ese fin de semana.
—Ah… —Paula hizo una pausa—. Está en casa de Gonzalo y Tamara. Los Chaves también son antepasados de ella. Era lo único que mi hermana quería de la antigua casa familiar, un regalo de boda.
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