—¿Quieres descansar un poco antes de ver a tu hijo pequeño?
—No. Estoy bien —dijo Paula, agarrándose el vientre, mientras miraba por la ventana de la sección más especializada de la unidad de neonatos—. Pedro, ¿Son esos tus padres?
—Sí. Han venido para apoyarnos gracias a tí —respondió él, mientras hacía girar la silla de ruedas.
—¿Qué quieres decir con eso? —le preguntó, mientras él se arrodillaba delante de ella.
—Mi padre y yo somos muy testarudos. Los dos queríamos que el otro compartiera nuestra opinión sobre las cosas. Tú tenías razón cuando dijiste que no podías tener un futuro conmigo si vivía en el pasado. Y creo que lo mismo se aplica en mi relación con mi padre. No es perfecto, pero yo tampoco lo soy. Creo que, en cierto modo, tenía miedo de enfrentarme a él por miedo a volver a fracasar a la hora de ser el hijo que él quiere, igual que lo he tenido a la hora de decirte a tí algunas cosas sobre mí.
—No tienes que...
—Quiero hacerlo porque no quiero seguir preguntándome si, cuando lo sepas, te marcharás. Cuando era un adolescente, hice muchas cosas para que me prestaran atención. Pinté graffitti en los edificios públicos, rompí ventanas y robé tapacubos... Sentía que Horacio prestaba más atención a su carrera política que a mí y decidí hacer que eso cambiara. Fui un estúpido. Horacio nunca entendió por qué lo hacía y sus gritos no me sirvieron de nada. Esta actitud duró varios años. Una vez, me sorprendieron haciendo una pintada en el instituto. Era bastante gráfica y toda la ciudad se enteró del hecho. Después, dejé a mi novia embarazada. Cuando ella tuvo un aborto natural, me envió a un colegio privado. Lo culpé porque mi vida pareció destruirse entonces, pero finalmente he comprendido lo que le costé. Se había presentado para cubrir una plaza de juez federal y mi novia era la hija de uno de sus colegas. Su padre hizo que el mío pagara por lo que yo le había hecho y lo amenazó con decirle a todo el mundo que jamás podría controlar un tribunal porque no podía controlarme a mí. Aquello le hizo apartarse de la carrera política. Y fue todo culpa mía.
—Te equivocas. Tu padre es responsable de sus actos y no tú. Seguro que tenía sus propias razones. Además, tú solo eras un niño.
—Era lo suficientemente mayor como para saber lo que hacía.
—¿Y por esto te estás matando a trabajar? ¿Para ser el señor perfecto?
—Sí.
—¿Y creíste que la opinión que yo tenía sobre tí cambiaría por esto?
—Muchas personas no lo pueden olvidar. Temía lo que tú pensaras.
—Pedro, los padres nunca esperan que sus hijos sean perfectos. Y las esposas tampoco.
—Me sorprendes. Lo viste todo muy claramente y decidiste agarrar al toro por los cuernos e invitar a mi familia. Y nos has dado a mi padre y a mí dos buenas razones para olvidarnos del pasado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario