lunes, 9 de diciembre de 2024

Nuestros Bebés: Capítulo 60

Pedro le tomó la mano y empezó a morderle suavemente las yemas de los dedos para que ella ya no pudiera distraerlo o utilizarlos como barrera para mantenerlos separados.


—De la gente —dijo, mientras le colocaba las manos en los hombros y le iba dejando un rastro de acalorados besos por la garganta.


—¿De qué gente? —insistió ella, con voz ronca, mientras se acurrucaba contra él, acercándose tanto que estuvo a punto de perder el control.


—De mis padres —admitió él, por fin. Entonces, le acarició la boca con la suya hasta que ya no quiso parar.


—¿Por qué?


—¿Por qué, qué? —le preguntó, perdiendo todo rastro de pensamiento racional cuando ella le mordisqueó el labio inferior.


Como venganza, Pedro le acarició el costado, para terminar cubriéndole un seno con la mano. El gemido que ella lanzó casi desató por completo su pasión.


—No recuerdo.


Pedro no quería soltarla. Sabía que no debería hacerlo, pero la deseaba, como también conocía que no podía detener lo que ella le estaba haciendo, lo que le había estado haciendo desde que la conoció. Le cubrió la boca con firme posesión. Era tan agradable, tan perfecto... Se recordó su promesa y se juró que podría apartarse de ella como lo había hecho aquel mismo día. Sin embargo, la poca fuerza que tenía parecía haberlo abandonado o tal vez era que su necesidad era mucho mayor que antes. Se detendría más adelante, antes de que las cosas fueran demasiado lejos. En aquellos momentos necesitaba tenerla entre sus brazos, solo un poco más. Luego, se iría al exterior, para tratar de calmar la necesidad que tenía de ella con un paseo, y dormiría en la furgoneta. No rompería su promesa porque no compartiría aquella cama con ella. No la poseería aquella noche ni tal vez nunca. Un beso más y se separaría de ella. Los labios de Paula se abrieron bajo los suyos. Con sus fuertes manos recorría las curvas del cuerpo de la que ya era su esposa, hasta que llegaron hasta el vientre en el que crecían sus hijos. Sus hijos... Un cubo de hielo no hubiera sido más eficaz. Se apartó de ella inmediatamente, aunque tardó unos segundos en recobrar la respiración.


—Lo siento. No debería haber dejado que las cosas llegaran tan lejos.


Paula le acarició suavemente el brazo. Aquella caricia tan simple lo sobresaltó. El susurro del aliento de ella contra su piel lo excitó aún más. Sintió que había encontrado su lugar en la vida entre los brazos de su esposa.


—Lo comprendo. 


—Te deseo, Paula —confesó—, más de lo que puedes imaginarte, pero no romperé mi promesa ni tampoco haré nada que pueda hacer daño a nuestros hijos. No podemos hacer el amor, ¿Verdad? Es decir, si tú decidieras que eso es también lo que quieres.


—No. Me temo que no. Llamé al doctor Rollins ayer. Me dijo que tal vez no ocurriera nada, pero que prefería examinarme otra vez antes de que reanudáramos nuestras relaciones.


—¿De que reanudáramos nuestras relaciones?


—No le dije que nunca habíamos... Él dió por sentado...


—Lo comprendo. En ese caso, me comportaré.


No podía cometer un error que podría poner en peligro las vidas de sus hijos. En el pasado, nunca había hecho lo correcto y, en la mayoría de los casos, solía dar la bienvenida a todos los problemas que encontraba. Al casarse con él, Paula le había entregado su confianza. No podía defraudarla. Se resignó a soportar la frustración de pasar aquella noche solo. Sobre la tentación y el estar solo lo conocía todo. Sin embargo, aquella vez era diferente. Aquella vez, si metía la pata, el precio que pagaría sería la vida de sus hijos. Y la confianza de una mujer que no se merecía. 

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