miércoles, 4 de diciembre de 2024

Nuestros Bebés: Capítulo 50

Después de pasarse las tardes solas durante dos semanas, Paula decidió pasar a la acción. Miró la puerta del sótano justo en el momento en que el rugido de una herramienta eléctrica rompió el silencio. Aquel ruido pareció darle fuerzas. Se dirigió hacia la entrada al sótano, recordándole que Pedro le había advertido que no bajara nunca allí. Al sentir la vibración de la herramienta en la madera de la puerta, se sintió ansiosa e intranquila, igual que se sentía cuando él la miraba. No debería tener aquellos sentimientos hacia él, pero, con cada tic tac del reloj, lo echaba más de menos. Después de varias semanas de persistentes proposiciones, parecía que se había rendido. Como estaba trabajando todo el día, le afectaba mucho más aquella soledad nocturna, por lo que deseaba que saliera del sótano y estuviera con ella. No sabía cuándo había llegado a la conclusión de que él la estaba evitando, pero estaba completamente segura de ello. Se apartó de la puerta y se acercó a la ventana de la cocina para contemplar cómo crecía la hierba que había plantado. ¿Debería ir a buscar a Pedro o esperar a que él saliera? Limpió la encimera por décima vez desde que él había bajado al sótano. No comprendía por qué le molestaba tanto estar sola. Considerando las muchas noches que había esperado levantada a su marido, debería estar acostumbrada. Sin embargo, en aquel caso, no le parecía lo mismo. Su ex había pasado las noches con unas desvergonzadas. Al menos Pedro se quedaba en casa... Con sus herramientas. Entre mujeres fáciles y estas últimas, le parecía que él se había quedado con la mejor parte. Con un movimiento decidido, tiró el trapo al fregadero. Entonces, cruzó la cocina y se acercó de nuevo a la puerta y la abrió. Cuando el insoportable sonido le llegó a los oídos, se los tapó y empezó a bajar con mucho cuidado por la inestable escalera. El hecho de que no hubiera barandilla le ponía algo nerviosa, por lo que se apoyó en la pared y siguió descendiendo.  El ambiente estaba cubierto por lo que parecía niebla. Vió que, inclinado sobre una mesa, Pedro estaba de espaldas a ella, bajo una bombilla que proporcionaba la única luz de la habitación. El serrín saltaba por todas partes. Paula sintió que le hacía cosquillas en la nariz, por lo que se tapó la parte inferior de la cara con una mano. Lo observó durante un buen rato, viendo cómo los músculos se le contraían mientras trabajaba. Verle el trasero, la piel bronceada que dejaba al descubierto la camiseta, hizo que se le secara la boca. Tal vez era por el serrín que inhalaba. O por la gorra de béisbol que llevaba al revés y que le quedaba tan natural... De repente, él pareció notar su presencia y miró por encima del hombro. Miró una segunda vez, como si no pudiera creer lo que había visto, antes de apagar la máquina y de volverse a mirarla. Se quitó las gafas, las dejó encima de la mesa y se acercó a ella, con el ceño fruncido.


—¿Ocurre algo?


—No —susurró ella, admirando la anchura de sus hombros—, estoy bien.


—No deberías estar aquí. No es seguro. Déjame que te ayude a subir las escaleras.


—¿Podríamos hablar?


—¿Hablar?


—Sí —respondió ella, sintiéndose muy afectada por la presencia de Pedro. 


Hubiera querido tocarle la mejilla, limpiarle la cara  del serrín que la cubría...  Admiró el modo en que la suave tela de los vaqueros se ceñía a sus largas piernas. Llevaba aquella ropa tan informal con tanta seguridad como sus elegantes trajes. A ella le pareció el hombre más sensual que hubiera conocido nunca.


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