—Ya no sé lo que creer. En una época, pensé que si me esforzaba, tal vez todo saldría bien, pero ahora...
—Y así será.
—¿Cómo va a ser así si nunca estás en casa?
—Lo estoy intentando, Paula. Lo estoy intentando. Hay tanto que hacer antes de que Gustavo se marche... Antes de que nazcan los niños.
—¿Es eso lo que les ofreces a tus hijos? ¿Una vida de promesas vacías? ¿Ocuparán ellos el segundo o el tercer lugar en tus prioridades, disponiendo solo del tiempo que te quede cuando cumplas todos tus compromisos profesionales? Se perderán entre tus papeles y ni siquiera te darás cuanta. Esto no tiene nada que ver con los niños o conmigo, sino con demostrarte a tí mismo lo que vales, ¿No es cierto?
—Paula, yo no... —susurró, aunque sabía que tenía razón.
—He hecho todo lo que he podido. Había esperado que tú cambiarías de actitud, pero no ha sido así. Y yo ya no puedo seguir así. Ni puedo ni pienso hacerlo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que te abandono —replicó ella, con los ojos llenos de lágrimas.
—Mira, comprendo que estás enojada conmigo porque no te pedí parecer sobre el puesto de fiscal y admito que quería demostrarle a mi padre que soy un hombre responsable, pero...
—Tu trabajo y lo que hay pendiente entre tu padre y tú no tiene nada que ver con mi decisión de marchame.
—Entonces...
—Quiero que mis hijos sepan siempre que ocupan el primer lugar. Y yo también necesito estar en primer lugar, y eso es algo que no creo que tú puedas hacer.
—Puedo hacerlo y lo haré.
—Hubo una época en que creí que podrías hacerlo, pero ahora estás demasiado ocupado para tener tiempo para mí. No se puede construir un futuro mientras te estás aferrando al pasado. No creo que...
De repente, Paula lanzó un grito y abrió mucho los ojos.
—Paula, ¿Qué te pasa?
—Creo que acabo de romper aguas.
Los hijos de Pedro estaban a punto de nacer. Si algo les ocurría a Paula o a ellos, él sería el culpable. Debería haberle hablado sobre sus planes hacía mucho tiempo, pero no había querido preocuparla. Su silencio los había puesto a los tres en peligro. Respiró profundamente y se acercó a la cama del hospital para tomar la mano de Paula. Ella se la retiró.
—Los signos vitales de uno de los niños están un poco bajos. Los médicos creen que sería mejor hacer una cesárea.
Los ojos de ella se llenaron de lágrimas y, cuando él trató de besarla, apartó la cara.
—Ahora puedes irte, Pedro. No tienes por qué quedarte.
—Quiero hacerlo, Paula.
—No. Puedo hacerlo yo sola.
Pedro trató de no pensar en su rechazo mientras se anudaba la bata que le había dado una enfermera. Todo estaba ocurriendo demasiado rápido. De repente, sonó una alarma.
—Uno de los niños está sufriendo. Tenemos que marcharnos — exclamó un médico, mientras las enfermeras terminaban de preparar a Paula para llevarla a quirófano.
Pedro salió corriendo detrás de la comitiva, pero una de las enfermeras lo agarró del brazo.
—No puede pasar de las puertas del quirófano, señor Alfonso.
—Tengo que entrar con ella. Necesito estar con ella. Se lo prometí.
—Nuestra principal prioridad es que los niños nazcan bien.
—Paula, cielo —susurró, mirándola sin poder razonar.
Ella lo miró con tanto dolor que estuvo a punto de hacer que Pedro se cayera de rodillas al suelo. Entonces, apartó la cara por segunda vez.
—¿Paula? —musitó él, sintiendo un fuerte dolor en el corazón.
Entonces, no le quedó más remedio que observar cómo las enfermeras se la llevaban. De repente, se dió cuenta de que era demasiado tarde. Sus razones para no haberle hablado del puesto de fiscal ya no eran importantes. La mujer a la que había jurado proteger estaba en peligro. Y sus hijos. Todo era culpa suya. Aunque Paula pudiera perdonarlo algún día, no estaba seguro de que él pudiera perdonarse a sí mismo. Se había esforzado tanto por demostrar su valía... Sin embargo, había fallado ante la persona que le importaba más que nadie.
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