La sencilla alianza de oro que llevaba en la mano atrajo su atención. No podía creer que hubiera vuelto a repetir lo que se había jurado que no haría nunca. Además, se había casado con otro abogado. Para empeorar aún más las cosas, parecía que ella se fijaba en cosas en las que no debía de fijarse, algo que parecía señalar el hecho de que se estaba enamorando perdidamente de él. Evidentemente, el embarazo la afectaba profundamente. ¿Qué otra razón podría haber para colocarse en una situación en la que podrían volver a herirla de nuevo? Nada había cambiado. Su primer matrimonio había ido aderezado con flores, champán... Si había fracasado después de un inicio tan majestuoso, ¿Qué podía esperar de su matrimonio con Pedro? La ceremonia de aquella mañana no había sido más que un intercambio de promesas vacías dadas en un sombrío juzgado. A pesar de las dudas que la embargaban, había conseguido recitar unos votos matrimoniales que no sabía si podría cumplir. Tal vez por eso sus palabras habrían sonado tan falsas. No dejaba de pensar que aquella boda tan funcional y una luna de miel de pega, serían los presagios de su vida con Pedro. Le rompía el corazón, porque después de aquella noche en el sótano, se había atrevido a esperar que, un día, podrían compartir algo más. Sin embargo, si la ausencia de él era indicativa de algo, evidentemente se había equivocado. Él había tenido razón en lo de casarse por el bien de sus hijos, pero Paula se daba cuenta de que no era suficiente. La puerta del dormitorio se abrió y Pedro se asomó.
—Me alegro de que estés despierta. ¿Tienes hambre?
—Has oído cómo me protestaba el estómago, ¿Verdad? —replicó ella, incorporándose en la cama y tratando de convencerse de que no se alegraba de verlo.
—Hemos perdido la cena —dijo él, acercándose para sentarse en la cama—, así que pensé que, si te apetecía, podríamos salir a cenar.
—Me gustaría. No me había dado cuenta de que había estado durmiendo durante tanto tiempo. Deberías haberme despertado.
—Necesitabas descasar —susurró él, acariciándole suavemente la mejilla—. Ahora no pareces tan cansada. ¿Qué te apetece?
Sabía que Pedro se refería a la cena, pero si se acercaba un poco más, se vería tentada a volver a tumbarse en la cama y ver si él la seguía. Finalmente tuvo que admitir que lo deseaba. De hecho, en aquellos momentos, no podía pensar en otra cosa.
—¿Paula?
—Yo... Bueno, me dejo llevar.
—¿Es eso cierto? —preguntó él, con una de sus maravillosas sonrisas en los labios—. Bueno, me encargaré de recordar esa información más tarde. Ahora, en cuanto a la cena, ¿Te gusta la comida italiana?
—Me encanta —susurró ella, sabiendo que si seguía mirándola así terminaría por enamorarse perdidamente de él. Tenía que tener cuidado y recordar que se había casado con Pedro por el bien de sus hijos. Nada más.
—Estupendo, vamos —replicó él, poniéndose de pie y ofreciéndole la mano—. Vamos.
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