Paula contempló el cuarto de los niños desde su mecedora. Habían estado trabajando en aquel cuarto durante casi un mes, todas las noches, y por fin estaba terminado. Detuvo el movimiento de la silla mientras Pedro le daba cuerda a la caja de música que se escondía entre la suave piel de un osito de peluche, la última compra que había hecho para los niños.
—¿Qué te parece? —le preguntó, encantado de la musiquilla que sonaba.
—Espero que no tengas la intención de continuar con esa costumbre de comprarles algo a los niños todos los viernes —respondió ella.
Creía que era el mejor marido y padre del mundo. No le costaba en absoluto imaginarse el resto de su vida con él.
—¿Y qué hay de malo con que compre unas cuantas cosas? Quiero que sepan que son muy especiales para mí.
—Lo sabrán.
Pedro se sentó entonces en el suelo, a estilo indio, y contempló las cunas a juego que había subido desde el sótano la noche anterior.
—¿No crees que parecen más pequeñas de lo que parecían en el sótano? Creo que no las he hecho lo suficientemente grandes.
—Están bien. Nuestros hijos pesarán menos que un niño normal porque son dos.
Pedro abrió una bolsa de pañales desechables y sacó uno. Tras desdoblarlo, colocó al oso en el centro y se lo puso. Sin embargo, cuando levantó al osito, el pañal se le cayó.
—Esto es mucho más difícil de lo que yo creía.
—No es nada peor que luchar contra delincuentes endurecidos.
—Bueno, te puedo asegurar que nunca le he colocado un pañal a un criminal —bromeó, riendo de un modo que caldeó el corazón de Paula.
Ella se echó a reír y se sentó con él encima de la alfombra. Le quitó el pañal y lo dejó abierto en el suelo.
—De acuerdo. Coloca al osito en el centro.
—¿Así?
—Perfecto. Ahora, sube la parte delantera y luego ajusta las tiras adhesivas.
Cuando terminó, Pedro se echó a reír, lo que le dió un aspecto juvenil y despreocupado. Dos meses atrás, Paula no habría creído que las cosas podrían ir tan bien entre ellos. De repente, él se inclinó sobre ella para besarla. La tentación de dejar que profundizara el beso era demasiado fuerte, por lo que le colocó la mano en el pecho. Esperaba que cuando fuera a ver de nuevo al médico, éste les diera permiso para hacer el amor.
—¿Hay algo más que quieras hacer aquí esta noche? —preguntó él, mientras se ponía de pie.
—No, creo que no —respondió Paula, levantándose con su ayuda.
—¿Ocurre algo? —quiso saber Pedro, al ver cómo ella acariciaba las cunas.
—No, nada. Solo que quiero que termine la espera.
—Ya estás a mitad de camino —le recordó él, mientras le colocaba las manos en el vientre.
—¿Llevas las cuentas? —inquirió ella, por encima de su hombro.
—Sí. Me compré un libro que se llama El papá embarazado. Es muy interesante.
—Tendrás que contarme lo que dice.
—Si me lees el siguiente capítulo, te daré un masaje en la espalda.
—Trato hecho.
En realidad, Paula pensaba que ella era la que se había quedado con la mejor parte cuando se casó con Pedro. Había tenido algunas dudas al principio, pero últimamente las cosas no habían podido ser mejor. Aquel último mes con él había sido maravilloso. Una vez que nacieran los niños, la vida sería perfecta.
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