–¡Tu esposa y su bastarda son del arroyo! –le espetó con una voz llena de ira.
Pedro se echó a reír.
–¿Qué te pasa, abuelo? –le preguntó–. Me exigiste que me casara y he hecho lo que me has pedido.
–Hay algo que deberías saber.
Los dientes de Paula castañeteaban con tanta fuerza que apenas podía hablar. Sentía una inmensa ira, pero estaba decidida a controlar su temperamento delante de Sofía, que estaba correteando en el patio que había detrás de la cocina. La niña ya se había visto sometida a suficiente fealdad por parte del abuelo de Pedro.
–¿Qué es lo que debería saber? –le dijo él con indiferencia.
–Comprendo español. Aprendí el idioma cuando viví con mi tía Viviana y con mi tío Carlos. Él es español.
–Ah…
Paula quería gritarle, pero peor que la ira era la sensación de sentirse herida, que le apretaba el pecho como si fuera una brida de acero.
–Tu abuelo dijo que soy del arroyo y que Sofía es una bastarda – replicó tragando saliva–. Técnicamente, supongo que es cierto, dado que no estaba casada con el padre de Sofía cuando me quedé embarazada, pero nunca he lamentado ni por un segundo tener a mi hija y no voy a permitir que tu abuelo la disguste.
–Mi abuelo tiene unos puntos de vista muy pasados de moda – comentó Pedro mientras se encogía de hombros. Se siente desilusionado porque yo no me haya casado con la hija de un duque. A Alfredo le impresionan mucho los títulos nobiliarios.
–Me arrojaste a los leones deliberadamente. No me defendiste cuando tu abuelo dijo esas cosas tan horribles sobre mí.
No solo era el enfado que sentía lo que le irritaba la garganta y le impedía tragar. Comprendió en ese momento que todo su malestar se debía a un virus parecido a la gripe, que seguramente era responsable de los vómitos de aquella mañana.
–Mamá, ¿Le puedo dar un poco de yogur al gato?
Paula se obligó a sonreír por Sofía.
–No creo que los gatos tomen yogur, cielo. Quiero que te sientes y termines de comer.
Paula sentó a la niña a la mesa, que estaba bajo la sombra de una pérgola. Pedor las había llevado a la cocina después del encontronazo con el abuelo para que la cocinera le preparara a Sofía algo de comer. Por suerte, la niña se había distraído un poco cuando vio a un gato en el precioso patio, lleno de macetas de terracota que contenían una amplia variedad de hierbas aromáticas. Mientras Sofía se tomaba un bol de fruta fresca y un yogur, Paula siguió hablando con Pedro.
–No comprendo por qué me has elegido a mí para que sea tu esposa si sabías que tu abuelo no me daría su aprobación.
Paula lo miró fijamente y vió una profunda crueldad en sus rasgos. Sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo.
–De eso se trataba, ¿Verdad? –añadió ella–. Estabas furioso porque tu abuelo hubiera insistido en que te casaras antes de que te nombrara presidente, por lo que has decidido pagarle casándote con una mujer que sabías que él despreciaría. Una madre soltera del arroyo.
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