lunes, 25 de agosto de 2025

La Niñera: Capítulo 62

Indirectamente estaba insinuando que debería llevarlo al veterinario. Abrió la botella de vino, le sirvió un vaso y se lo ofreció.


—Lo intentamos una vez, pero organizó tal caos en la consulta que desistimos. Aunque sólo tenía cinco meses.


Pedro miró al perro con una mezcla de exasperación y afecto.


—Es un perro cariñoso —comentó. 


Paula casi se cae de la silla. Ringo, como si hubiera intuido algo de cariño, alzó la cabeza y se la puso en la rodilla.


—Anda, venga —dijo Pedro, dirigiéndose al perro, mientras le acariciaba las orejas—, no te apoyes en mí. Dios mío. Podría haber sido peor. Las toallas siempre se pueden lavar en la lavadora. Hablando del efecto que produce Ringo en mi ropa, ¿Han devuelto mi traje de la tintorería?


Paula se mordió los labios, para no reírse, antes de responder:


—Sí. Los han traído esta mañana.


—A lo mejor lo próximo que compre tiene que ser una cadena de tintorerías —comentó Pedro.


Paula no quiso pensar en lo que se le iba a ocurrir hacer a Ringo la siguiente vez, pero la idea de comprar una cadena de tintorerías no era mala...




El tiempo se estaba suavizando. Por el día lucía un sol primaveral, aunque por las noches todavía hacía frío. Paula le pidió a su madre la camioneta, para poderse llevar a Ringo durante el día y dar largas caminatas. También era un vehículo muy útil para transportar lo que comprara en las subastas y en las tiendas de segunda mano. Un día, Pedro le dijo que llevara el Mercedes a un concesionario y que lo cambiara por una furgoneta.


—Tienes que tener buenas herramientas para hacer tu trabajo —comentó él—. Además, son una buena inversión. Lo único es que es más difícil de estacionar.


Paula, que era muy mala estacionando, intentó controlar su indignación. En sus viajes, le ponía a Ringo unas mantas, para que no estropeara la tapicería. Durante un tiempo, se dedicó a salir de compras para decorar el estudio, ocuparse de Ringo y los niños y desear que Pedro pasara algo más de tiempo a solas con ella. Pero, cuando no estaba en Birminigham comprando alguna nueva empresa, estaba en Nueva York o en Tokio en una convención, o en la oficina, en reuniones hasta altas horas de la madrugada. La promesa de aquel beso que se dieron en casa de sus padres parecía que se estaba perdiendo en el olvido. Era perfecto. Retrocedió unos pasos y miró el mueble. Decidió que no podía ser mejor. Un Davenport, antiguo y con manchas de tinta, pero soportando su edad muy bien. Era el mueble perfecto para poner entre las ventanas del estudio. Hizo un gesto con la cabeza al subastador. Tragó saliva. ¿De verdad había permitido Pedro pagar aquella suma de dinero por aquel mueble? Aunque la verdad, era muy difícil encontrar algo parecido, tan auténtico. Decidió llamarlo para comentárselo.

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