—¿Nos vamos a casa? —propusieron.
Les dijeron que no se encontraban muy bien. De hecho, Felipe se quejaba del estómago. En el coche, los niños fueron muy callados, pero nada más llegar a su casa, salieron corriendo del coche con renovados bríos.
—Ya me siento mejor. Me voy a dar un baño —dijo Felipe.
—Y yo también —y subió las escaleras tras él.
—¿Qué pasa con sus abrigos? —les dijo Paula, pero ya habían desaparecido—. Qué extraño —murmuró y se fue a la cocina.
Pedro se estaba quitando la chaqueta y la estaba colgando en la percha.
—¿Qué tal están? —le preguntó.
—Bien. No entiendo nada.
Pedro se encogió de hombros.
—Son sólo niños. Quién sabe cómo funcionan sus mentes. Hace tiempo que desistí de entenderlos. ¿Te apetece un té? Los pies me están matando y estoy al borde de la neumonía. Me habría ido mejor si me hubiera quedado trabajando.
—Confiesa que te ha encantado —le dijo Paula y Pedro se echó a reír.
—Sí, gracias por recordármelo.
—De nada —Paula puso la tetera, hizo un té y le dió una taza a Pedro.
Desde donde estaban, oían el ruido de los grifos de la bañera en el piso de arriba y algunas risas.
—Parece que están contentos —comentó Pedro, estirando las piernas y apoyándolas en una banqueta.
—El único problema es que tendré que limpiarlo todo después —le recordó ella—. Creo que será mejor que suba y les diga que no revuelvan mucho.
—Tómate el té primero —le dijo Pedro—. Va a dar igual.
Paula lo vió relajado, con un aspecto magnífico. Se podría quedar todo el día allí observándolo, con su pelo rizado enmarcando su cara, las pobladas cejas, encima de unos ojos color verde oro maravilloso, la forma de su nariz, los labios carnosos, que ya había probado, la forma de su mandíbula, la textura de sus manos... De pronto se oyó un grito arriba. Paula dejó el té en la mesa y subió a ver qué pasaba. Pedro la siguió. Entraron en el baño y se quedaron de piedra. Los niños los miraron con gesto de culpabilidad. Estaban sentados en el suelo del cuarto de baño, totalmente vestidos, y en la bañera, en medio metro de agua, estaba un bebé de pingüino sudafricano.
—Dios mío —exclamó Pedro. Se apoyó en la puerta y observó al animal horrorizado—. ¿Qué diablos es eso?
—Un bebé de pingüino —le respondió Felipe.
—Eso ya lo sé —replicó Pedro con calma—. Muy bien niños, salgan de aquí. Vayan a cambiarse y me esperan en el salón. Paula cuida de eso —le dijo.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó, cuando los niños se fueron.
—Lo primero llamar al zoo y después retorcerles a esos dos el cuello.
Salió del cuarto de baño. Paula se quedó observando al animal. Parecía muy contento. Metió una mano en el agua y se sintió más aliviada al comprobar que estaba fría. Se preguntó si no tendría que darle algo de comer. Pero no sabía qué. ¿Una lata de sardinas? Mejor sería esperar a ver qué decían los del zoo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario