—Muchas gracias, Paula. Cuando terminemos, ya lo llevo yo a la cocina.
—De nada. He dejado el helado en el frigorífico. Me voy a mi habitación.
—Gracias y buenas noches, Paula.
—Antes de que te vayas, Paula, ¿Me puedes traer un poco de agua mineral? —le pidió Gabriela, con una sonrisa encantadora.
—Por supuesto, señora —le respondió, diciendo algo entre dientes, que ella no pudo escuchar.
Pedro, al parecer, sí lo había oído y salió detrás de ella.
—Lo siento —le dijo—. Se está comportando de forma...
—¿Condescendiente? —le sugirió—. No creo. Ya sé que soy tu empleada, pero...
—Estás cansada. Vete a la cama.
—Pero querías decirme algo de los niños.
—Puede esperar. Subiré más tarde a ver si estás despierta. Pero no me esperes, porque puedo terminar muy tarde.
—Pues despiértame si quieres.
—Está bien.
Se dió la vuelta y vió que Gabriela estaba en la puerta, escuchando. Paula sonrió de forma inocente. ¿Le habría oído decirle a Pedro que la despertara? Qué más daba.
—Pedro ha ido a por el agua mineral. Buenas noches, señora Fosby-Lee.
Gabriela se dió la vuelta y entró en la biblioteca. Paula se fue a su habitación tarareando. Sentía que había ganado el primer asalto. Sabía que él estaba allí, aunque no hiciera ruido alguno. Se quedó quieta, escuchando el ruido de su respiración, abrió los ojos, preguntándose si se lo estaría imaginando. No se lo estaba imaginando. Estaba a los pies de la cama, observándola. Se sintió muy vulnerable, sabiendo que la había estado observando mientras dormía. Agarró el edredón, como si fuera un escudo.
—No quería despertarte —le dijo, con voz suave.
—Lo siento, me he quedado dormida. Sabía que querías hablar conmigo. Me levanto...
—No, quédate ahí. La calefacción se ha apagado. Te vas a enfriar.
En silencio, la observó levantarse y ponerse algo encima del camisón.
—¿Ya se ha ido Gabriela? —le preguntó, para romper el silencio.
—Sí, hace unos minutos. Siento mucho que se portara contigo de forma tan grosera.
—No fue grosera —le respondió Paula.
—Sólo arrogante —sonrió él—. Suele ser así —se acercó a ella, y la agarró de la mano.
—Me preguntó qué es lo que la vida te tiene guardado, Paula —le dijo, con voz muy suave.
—Quién sabe. Seguro que en algún sitio está esperándome un joven granjero, dispuesto a que cuide de los cerdos, las ovejas y los niños.
—¿Es la vida que te gustaría?
—No lo sé. Ya te lo contaré —dudó durante unos segundos—. ¿Y tú?
—Trabajo, trabajo y más trabajo, intercalado con entrevistas con el director del colegio de los niños, supongo —le confesó con un tono de desesperación.
Paula le apretó la mano.
—Oh, Pedro...
La miró a los ojos.
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