A los pocos segundos, Pedro apareció por la puerta, con el teléfono en la mano.
—Parece que está bien —estaba diciendo. Tenía la cara roja de vergüenza—. Sí, claro, me doy cuenta. Pagaré todos los gastos. Sí, claro. No se preocupe que lo cuidaremos y no dejaremos que se escape. Está en el cuarto de baño y la ventana está cerrada. ¿Agua fría? No sé.
Paula asintió con la cabeza y Pedro les dió la información por teléfono. Después colgó.
—Vaya —comentó James, frotándose la oreja—. No se han puesto nada contentos. Al parecer, los bebés de pingüino pueden contraer aspergillosis, especialmente en situaciones de tensión.
—Pobrecillo.
—¿Y de comida? —le preguntó ella.
—Nada. Ya vienen para acá. Si pudiera, mataría a los niños —lo dijo con tono amable, pero a Paula no la engañaba.
Estaba muy enfadado, porque esa vez se habían pasado. Habían puesto en peligro la vida del pingüino y había sido por su culpa. ¿Para qué habría propuesto ella una visita al zoo?
—¿Por qué no le dices al hombre del zoo que venga a recogerlo que hable con ellos? — sugirió ella.
Pedro se echó a reír.
—Buena idea. No me importaría que se los llevara y los metiera en una jaula.
Paula sonrió.
—¿Por qué crees que lo habrán hecho?
—A lo mejor es que quieren una mascota.
—¿Una mascota? ¿Estás loca?
—Pedro, muchos niños tienen mascotas. ¿No tuviste una tú de pequeño?
Se encogió de hombros.
—Había un gato muy mayor. Tenía también un hámster. El gato se lo comió.
Paula reprimió la sonrisa. Pedro la miró con cara de pocos amigos.
—No tiene gracia. El hombre del zoo estaba enfadadísimo.
—Me lo creo. Pero no te preocupes, al pingüino no le pasa nada.
—Eso no se puede saber. Al parecer, tienen que pasar tres semanas para ver si ha contraído aspergillosis.
—Oh.
—Sí. Pobrecillo.
—Ya sabía yo que llevaban algo en el coche.
—Deberíamos habérnoslo imaginado cuando insistieron en volver tan pronto. Te aseguro que no me marcharé nunca de otro sitio sin registrarlos. ¿Estás segura de que no tienen por casualidad una tarántula o una culebra escondida?
Paula se echó a reír.
—Creo que estamos seguros en ese aspecto. El pingüino fue más que suficiente para ellos. Te propongo una cosa, ¿Por qué no te quedas cuidando de este pequeño mientras yo voy a hacerles la cena y esperamos al hombre del zoo?
Encontró a los niños en el salón, muy calladitos.
—Lo que han hecho ha sido una tontería, ¿No creen?
Benjamín se echó a llorar.
—Papá nos va a matar —se quejó.
—Lo dudo —replicó Paula—. Aunque la verdad, esta vez se lo merecen.
—Por favor, Paula, habla con él —suplicaron.
Ella movió en sentido negativo la cabeza.
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