Cuando acabaron de cenar, se fueron al salón, una habitación en la que había una chimenea y sofás muy cómodos. Las cortinas iban a juego con la tela de los cojines. En el suelo había alfombras persas. Ringo se puso frente a la chimenea y se durmió. Pedro estuvo tentado por hacer lo mismo. Se le estaban cayendo los párpados de cansancio.
—Un salón muy bonito —le dijo a Alejandra.
—¿Te gusta? Paula lo decoró el año pasado y a nosotros nos encanta.
Miró a Paula, que estaba al otro extremo del sofá y le preguntó:
—¿Podrías hacer lo mismo en mi casa. ¿Podrías convertirla en un hogar?
—Podría intentarlo. Aunque supongo que lo habrás dicho en broma.
—No, de verdad que no. ¿Puedes intentarlo?
Paula asintió.
—Tendría que ir a las subastas a conseguir muebles.
Pedro miró a la madre.
—¿Es sensato darle permiso para que compre lo que quiera?
—Eso depende. Tiene buen ojo, pero le gustan las cosas caras. Pero lo que sí te puedo asegurar es que lo que compre será una buena inversión.
Pedro miró a Paula.
—Me pongo en tus manos —le dijo, con voz suave.
Sus ojos brillaron de una forma que le encendieron las venas. Sus miradas se encontraron. A los pocos segundos, Pedro giró la cabeza. Aquello iba a ser muy difícil. Imposible, mejor dicho. La promesa que le había hecho a su madre, se iba a convertir en la cosa más difícil que había hecho en su vida...
Pedro se comportaba de forma extraña. Por un momento, Paula pensó que las cosas estaban mejorando. En casa de sus padres lo había visto relajado y a gusto, pero de pronto todo había cambiado. Estaba viendo a un Pedro diferente, distante y no sólo con ella. Con los niños tenía otra actitud, más relajada e incluso lo había visto reírse en un par de ocasiones, como si acabara de descubrir de nuevo el sentido del humor y le gustase jugar con él, como un niño juega con un juguete nuevo. Por primera vez en años estaba viendo el lado divertido de la vida, pero no lo compartía con ella. Con ella no había nada. Esa era la diferencia. La esquivaba y se encerraba en la biblioteca, mientras que antes la buscaba y procuraba tomar café con ella, o la ayudaba a fregar los platos. De lo único que hablaban era de los niños. A lo largo del día se descubría pensando en él cientos de veces, aunque los niños la distraían bastante. Esa semana había pensado hacer un montón de actividades. Sin embargo, el jueves por la tarde, estaban los niños y ella sentados a la mesa, sin James, como era normal, y Paula les preguntó que qué querían hacer al día siguiente. Los niños se encogieron de hombros.
—La verdad, no sé —contestó Benjamín—. Me gustaría hacer algo con mi padre.
—No tengas muchas esperanzas —le dijo Felipe, que era el más pragmático de los dos, el más directo. Benjamín era el que pensaba, el que se preocupaba más—. ¿Qué te parece si nos vamos de compras? Necesito una bolsa de deporte.
—¿Otra? No me parece que necesites ninguna —le respondió Paula—. Podemos ir a nadar.
—No, ya nos fuimos el martes. ¿Qué te parece si nos vamos a deslizamos con la tabla por el monte?
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