¡Estaba tan bien así! Sentía el calor de su cuerpo en las palmas de su mano, las sólidas columnas de músculos a cada lado de su cuerpo. Sus pechos se aplastaban contra el de él y sentía sus brazos protectores en torno a su cuerpo. Se sentía como si estuviera en el paraíso. Por lo menos al principio. Porque de pronto, apareció la tensión y él se separó, mirándola con ojos inquisitivos. Ella echó la cabeza para atrás, como buscando algo en su rostro.
—¿Estás bien? —le preguntó, expresando su preocupación.
—Sí. ¿Sabes cuánto hace que alguien no me abrazaba de esa manera tan sencilla? —le preguntó.
Paula sintió que los ojos se le arrasaban de lágrimas. Lo soltó y se dió la vuelta, para que no viera lo mucho que aquello le había afectado.
—¿Quieres una taza de té? —le preguntó, con voz temblorosa.
—Mejor no. Creo que será mejor que me vaya a la cama —se detuvo en la puerta, clavando los ojos en ella—. Eres una mujer maravillosa —le dijo—. Es una suerte tenerte con nosotros. Buenas noches, Mary Poppins.
La dejó y ella se metió en la cama, tapándose la cabeza con la almohada, para no oír el llanto de los dos niños, ni el del hombre solitario que se había perdido en su camino.
—¿Ha vuelto ya papá?
Paula alzó la cabeza. Benjamín estaba en la cocina, con el pantalón del pijama a la altura de las rodillas.
Ella asintió.
—Volvió anoche.
—No vino a vernos —le dijo el niño.
—Estaban dormidos. Fue a su habitación, pero no quiso despertarlos.
Benjamín se sentó en la mesa y se puso a dar pataditas al respaldo de la silla, con su pie descalzo. Paula reprimió las ganas de estrecharlo entre sus brazos.
—¿Qué quieres de desayunar?
—Nada.
Incapaz de resistirse a la tristeza de su rostro, Paula se sentó a su lado y le puso una mano en el hombro, para reconfortarlo.
—Tienes que comer algo.
—Un helado.
—No digas tonterías, Benjamín —le dijo ella con amabilidad, pero con firmeza—. Tómate una tostada, o un vaso de leche con cereales, o algo.
—No quiero ni tostada, ni cereales —gritó él, apartándose—. ¡Quiero un helado!
—Pues no puedes comerte un helado —repitió ella con determinación.
Por el rabillo del ojo, vió a Pedro salir de la biblioteca y dirigirse hacia la cocina.
—Aquí está...
—¡Quiero un helado, y si no me das un helado, no quiero nada más! —gritó el niño, con lágrimas en los ojos.
Se dió la vuelta, pasó al lado de su padre y se fue corriendo escaleras arriba.
—Enano caprichoso...
—Déjelo, señor Alfonso. Está enfadado.
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