Esos sentimientos le hicieron sonreír. Habían sido días muy felices. Pero eso fue antes de que la vida le hubiera mostrado la realidad con una fuerza terrorífica. Antes de casarse, de asumir responsabilidades y de soportar presiones, antes de que la vida le arrebatara a su mujer y lo dejara con dos niños pequeños. Hasta que conoció a Paula. Vió una señal en la carretera. Por la de la izquierda se iba a Norwich, a casa. Un poco más adelante, se tomaba la carretera que iba a la granja de los Chaves. Estuvo dudando unos segundos. No giró. Ahora sólo tenía que encontrar la granja, porque no tenía ni idea de dónde estaba. También era posible que Paula y los niños se hubieran marchado ya. De pronto, sintió unos deseos inmensos de estar con ellos, de olvidarse de los problemas del negocio. Quería tiempo para él. Tomó la carretera que se suponía lo iba a llevar a la granja y se resignó a pasarse horas dando vueltas por los alrededores. Pero por chiripa, la encontró enseguida. Eran casi las cuatro y las luces de la casa estaban encendidas, como esperando a alguien. ¿A él? Abrió la puerta del coche y estuvo dudando unos segundos. Hacía años que no se ponía tan nervioso. Allí se sentía como un pez fuera del agua. Casi se mete en el coche otra vez y da la vuelta. Pero, de pronto, se abrió la puerta de la casa y salió una mujer, cuya cara le resultó familiar, por las fotos que había visto de Paula. Con un suspiro de resignación, bajó del coche y caminó hacia ella.
—¿Señora Chaves? —preguntó, aunque ya sabía su nombre.
—Sí y tú debes ser Pedro —le dijo, sonriéndole de forma muy cálida—. ¿Terminaste antes?
—Sí. Lo mismo estoy molestando, pero Paula me habló tan bien del sitio...
—No molestas en absoluto. Es un placer verte. Entra en la cocina. Tengo en el horno unas pastas. Esperaremos allí a que vuelvan los niños. Paula está en el baño. Mientras yo hago té, puedes ir poniendo mantequilla en el pan, para así no sentir que no haces nada.
Entraron en la cocina, le indicó dónde podía dejar la chaqueta y se sentó frente a una fuente con pan recién cortado.
—¿Quieres té? —le ofreció.
—Sí, gracias.
Le dió un cuchillo y la mantequilla para que la untara en el pan. Parecía mantequilla casera, a juzgar por su aspecto. La olió. Excelente.
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