Pedro sonrió a su secretaria, la tranquilizó y le dijo que se fuera a su sitio. Después miró a Paula.
—¿Qué han hecho ahora?
Paula sonrió.
—Nada. Tranquilo. Es que en mi casa ha nacido un corderito que ha perdido a su madre. Y he venido para ver si me dejas que me lleve a los niños para que lo alimenten. Los llevaré a casa después de cenar.
Pedro se pasó una mano por el pelo y le sonrió.
—Alimentar corderitos huérfanos suena un tanto bucólico.
—Sí.
—¿Puedo ir yo también? —le preguntó.
Paula se quedó con la boca abierta.
—Claro, por supuesto. Pero esta gente...
—Ya casi hemos terminado —se dió la vuelta hacia sus compañeros, que los estaban observando—. Lo siento señores, pero me tengo que ir. Gabriela, ¿Podrías por favor encargarte tú de los detalles finales? Dos niños y un cordero huérfano reclaman mi atención.
Gabriela se quedó boquiabierta, pero logró recuperar su compostura con una facilidad encomiable.
—Claro. Los niños son lo primero.
—Me alegra oírles decir eso. Gabriela podrá responder a cualquier pregunta que le planteen. Les ruego me perdonen.
Se produjo un ligero murmullo. Paula sonrió, cuando pasó al lado de la secretaria pelirroja, que estaba sentada en su mesa, esperando que en cualquier momento cayera el hacha sobre su cabeza.
—Cuida del fuerte, Adriana —le dijo, guiñándole un ojo—. Me voy a alimentar a un corderito. Hasta mañana.
Paula casi se atraganta de la risa.
—Creo que estaba pensando que la ibas a despedir —le dijo a Pedro en el ascensor.
—¿Adriana? No. La ascenderé y le diré que tenga iniciativa. Siempre funciona.
—¿Viste la cara que puso? No entiende que puedas irte a hacer una cosa así.
—¿Quieres que te diga una cosa, Paula? Ni yo tampoco. Pero me siento bien.
Al oír su risa, cálida y melodiosa, a Paula le dió un vuelco el corazón.
A los niños les encantó el corderillo. Alejandra tuvo que quitárselo porque la tripita del pequeño animal estaba a punto de estallar.
—Tiene que dormir —les dijo y lo dejó debajo de una lámpara, en la esquina del granero, cerca de otros corderillos con sus madres.
El animal baló con tono quejumbroso. Los niños se quedaron mirándolo.
—¿No nos lo podemos llevar dentro? —le preguntaron.
—No, tiene que acostumbrase al frío. No le va a pasar nada.
Mientras se dirigían a la casa, Alejandra se levantó el cuello del abrigo y se estremeció.
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