—Sí, nos lo hemos pasado muy bien —respondió Felipe—, Hemos estado cazando. Pero Ringo es un inútil.
El comentario fue tan despectivo que Pedro parpadeó.
—¿Ringo? —preguntó, un poco confuso, su mente todavía paralizada, al imaginarse a los niños disparando.
El perro, al oír su nombre, se acercó a él y empezó a mover la cola, manchándole de barro los pantalones.
— ¡Oh Ringo, no! —gritó la señora Chaves.
Sin embargo, Pedro se agachó y le acarició la cabeza.
—No te preocupes. Tenía que enviar el traje a la tintorería — Ringo le lamió la mano muy entusiasmado.
—Los niños tienen razón, es un perro que no vale para nada —dijo Gonzalo, quitándose el abrigo y colgándolo detrás de la puerta—. Sale corriendo en cuanto oye el disparo. Toma Iván, guárdala.
Le entregó el arma a su hermano. Pedro se quedó más tranquilo al ver que estaba descargada. Imaginarse a los niños con un arma cargada, le ponía enfermo. La preocupación debió mostrarla en la cara, porque en ese momento sintió que alguien le ponía una mano en el brazo.
—No te preocupes, que estaban seguros —le dijo Alejandra—. Mis hijos saben cómo manejar un arma. Nosotros nos hemos preocupado de enseñarles bien.
—Me quedo más tranquilo oyendo eso.
De pronto, la puerta se abrió y Pedro sintió que el vello se le ponía de punta. Se dió la vuelta y vió a Paula. Su corazón empezó a latir con fuerza.
—Hola —saludó.
Sonriendo, se acercó al lugar donde él estaba. Por un momento llegó a pensar que lo iba a abrazar, pero de pronto se detuvo y le dijo:
—¿Qué tal? Has logrado escaparte.
—Sí, no pude evitarlo. Cuando pasé por la carretera, olí a pan recién hecho.
—No seas mentiroso —le respondió sonriendo, logrando quitar la tensión del momento. En su boca se dibujó, una sonrisa.
Se quedó mirando a Paula, todavía con el pelo mojado de la ducha. Estaba preciosa. Sólo el sonido de una puerta, señalando la llegada del padre de Paula, le impidió levantarse y comérsela a besos. Todos se dieron la vuelta y, de nuevo, Pedro se sintió observado por un par de ojos tan azules como el azul de la flor del maíz. El hombre le tendió una mano curtida por el trabajo, pero muy cálida. Todos se sentaron en torno a la mesa y tomaron el té de la forma tradicional, costumbre que no había vuelto a vivir desde que era pequeño, con buenos trozos de jamón, pollo, ensalada y pan con mantequilla. Pensó en el volumen de su cintura, pero todo aquello tenía un aspecto tan delicioso, que se olvidó de ello.
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