Paula se preguntó cuánto costaría sobornar a Gonzalo para que tardara más tiempo en limpiarla, y así poder pasar con Pedro y los niños un día entero en la nieve. Cuando llegó al final de las escaleras, sacó un par de sábanas limpias y entró con Pedro en la habitación de los niños. Hicieron las camas y se fueron a la habitación que había al lado de la de ella. Las dos se comunicaban por una puerta. Él se fijó en ella.
—¿Estaré seguro? —murmuró él, con una sonrisa en los labios.
Paula lo miró y el corazón le dió un vuelco.
—¿Seguro? —le respondió—. Yo creo que sí, si no te dan miedo las arañas.
Los dos se rieron. Mientras hacían la cama, sus manos se tocaron. Aquello produjo una reacción en ella increíble. Tan sólo tenía que estar en la misma habitación, para que las hormonas se volvieran locas. Cuando terminaron, bajaron con los demás. Gonzalo y los niños estaban frente a la chimenea, Ringo Bridie, que estaba con la lengua sacada y tumbado. Paula se miró el reloj y les dijo a los niños que era hora de ir a la cama.
—¡Todavía no! —suplicó Felipe—. Tenemos que ir a dar de comer al corderito.
—Sí, pobre Copito, tendrá hambre y estará pasando frío.
—No creo que tenga hambre hasta dentro de bastantes horas. Ni tampoco creo que vaya a pasar frío debajo de la lámpara. Vamos a la cama.
Los niños se fueron a su habitación. Cuando Paula terminó de ayudarles a meterse en la cama, bajó y se sentó en el sofá, mirando de reojo a Pedro y a su padre. Sus hermanos se fueron a dormir, y al poco tiempo sus padres, dejándola a ella sola con él y el perro, con instrucciones de dar de comer al corderito antes de irse a dormir y sacar al perro fuera.
—¿Les molestaremos si no nos vamos a dormir ahora? — preguntó Pedro.
Ella movió en sentido negativo la cabeza.
—No, si no hacemos ruido. ¿Por qué?
—Porque me apetece quedarme aquí contigo, junto al fuego y...
—¿Y?
Pedro se encogió de hombros.
—Sólo estar sentado.
Paula sonrió.
—¡Qué bucólico!
Pedro se echó a reír. Se levantó y se sentó en el sillón que había frente a ella. Le agarró los pies, que ella tenía apoyados en un escabel y se los empezó a frotar.
—Tienes los pies helados —le dijo.
—Yo siempre tengo los pies helados.
—Deberías ponerte zapatos.
—Odio los zapatos.
Pedro movió la cabeza y se inclinó hacia delante y le empezó a echar aire caliente en los dedos. Su mirada era tan caliente como su aliento y ella sintió que el corazón latía a más velocidad, hasta el punto de tener que pensar cuánto tenía que inhalar y expirar el aire.
—Pedro... —empezó a decir.
Él levantó la cabeza, clavando sus ojos en sus pechos, para mirarla después a los ojos, para ver la necesidad reflejada en ellos. Paula puso los pies en el suelo y se levantó.
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