—Es que yo no soy así. Y a tí no te considero ninguna sirvienta. Quizá fuera mejor si lo hiciera.
—Gabriela lo es.
—Es cierto. Helen lo es. Ella piensa que tendría que tener un sirviente y un ama de llaves, además de un chófer. Pero yo le digo una y otra vez que no es necesario. Pero sigue pensando que no proyecto la imagen que debo. Pero yo no soy así, Paula. Quiero que mi hogar sea un hogar. Por eso odio ese estudio. ¿Cuándo vas a empezar con él?
—¿De verdad hablas en serio?
—Claro. ¿Cuánto necesitas?
—No lo sé. Los muebles y las alfombras es lo más caro.
—¿Diez mil? ¿Quince?
Paula se echó a reír.
—¿Tanto te cobran normalmente?
—Lo intentan. ¿Por qué?
—Porque yo estaba pensando en la décima parte de esa cifra. En las cortinas sólo hay que ponerles un poco de color por los bordes. Y los cojines saldrán muy baratos, porque los voy a hacer yo. Lo que sí tienes que elegir es la moqueta...
—Pero si me fío de tí.
Paula parpadeó.
—¿De verdad? Es que es lo más caro.
—Estoy seguro de que no me vas a engañar. Llamaré a una de las tiendas de por aquí, para que traigan muestras y me pondré en contacto también con una tienda de subastas. Y pondré a tu disposición una cuenta corriente, para que puedas realizar los pagos. Si es una buena tienda, lo mismo tienen alfombras antiguas que pueden servir. ¿Qué tal?
Aquello le parecía estupendo. Era como si estuviera jugando a las casitas. Mientras Pedro les hacía a los niños unos sandwiches y se los llevaba a la habitación, para quedarse más tranquilo, Paula se quedó en la cocina, bebiéndose otro vaso de vino y preguntándose en qué lío se estaba metiendo. Cenas acogedoras y un presupuesto ilimitado para decorar una habitación. ¿Sobreviviría a ello? Le había prometido que no ocurriría nada entre ellos. Pero eso no impedía que ella se enamorase de él. Lo mismo que estar a dieta no impedía que te apeteciesen los bombones, como tampoco un millón de promesas los impediría sucumbir a la atracción. Suspiró y apoyó la cabeza en sus brazos. Condenado Pedro Alfonso por ser tan atractivo y encantador y normal. Condenadas hormonas que hacían desearlo. No le oyó volver, pero en un momento determinado fue consciente de su presencia. El corazón le empezó a latir con fuerza. Pedro le puso las manos en los hombros y le dió un masaje en sus tensos músculos.
—Estás cansada —murmuró—. Deberías irte a la cama.
Ella apoyó la espalda en la silla y continuó con la cabeza hacia abajo.
—No pares —murmuró—. Es delicioso.
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