A la mañana siguiente temprano, Gonzalo e Iván limpiaron el trozo de camino que llegaba hasta el pueblo. Una vez estuvo limpio, Pedro pudo salir de allí. Todo iba a resultar un poco raro sin él, pero de alguna manera, a Paula no le dió pena el que se fuese, porque las noches eran de una tensión increíble y pensar que tendría que pasar otra noche con él tan cerca, era como para subirse por las paredes. Los niños, sin embargo, no tenían ninguna prisa por volver al colegio, incluso se quejaron cuando ella insistió en que tendrían que volver.
—¿No nos podemos quedar otra noche? —le preguntó Felipe.
—¿Para que nos nieve y nos quedemos atrapados otra vez? —replicó Paula.
—¿Podría ocurrir? —preguntó Benjamín.
—No. Vamos, daremos de comer una última vez a Copito y nos marchamos. Si nos damos prisa, todavía pueden llegar y jugar un rato.
—Podemos quedarnos a jugar aquí —propuso Felipe—. Además, Copito nos va a echar de menos.
—Ringo es el que más nos echará de menos —le dijo Benjamín, mientras acariciaba las orejas del perro.
Paula sintió pena. Ringo había sido toda la vida su perro y era como si lo abandonara. De pronto se le ocurrió que se lo podría llevar a casa de Pedro. Tragó saliva. ¿Se pondría él furioso? Le gustaba el perro, aunque para admitirlo tendrían que torturarle. Y al perro le gustaba Pedro. Se fue a la cocina y mientras los niños ayudaban a Gonzalo con el tractor, lo consultó con su madre.
—Yo creo que puede ser muy positivo para los niños — respondió Alejandra.
—¿Y no crees que también para Pedro?
—Incluso para Pedro. Yo creo que es una idea excelente. ¿Por qué no te lo llevas hoy contigo?
—¿No lo vas a echar de menos?
—Claro que sí. Pero lo mismo te va a ocurrir a tí. Además, nunca ha servido para ir de caza. Los Bridgers nos van a regalar un labrador.
El perro las miró, con la lengua fuera, con una expresión en su cara como si las estuviera entendiendo. Paula se echó a reír.
—Está bien, vas a venir con nosotros. Pero tendrás que portarte bien.
Paula llevó a los niños al colegio y después volvió a la granja para llevarse el perro. Lo metió en la parte de atrás y se volvieron otra vez a Norwich. ¿Se pondría Pedro furioso? ¿Debería habérselo consultado antes? El problema era que no se atrevía a interrumpirlo otra vez. Además, siempre había la posibilidad de devolverlo a la granja de nuevo.
Pedro se quedó de pie en el vestíbulo. Oyó unos ladridos, procedentes de la parte de atrás de la casa y por el suelo de mármol estaba manchado. En la puerta del salón había una manta que había visto mejores épocas.
—No es posible que haya un perro —murmuró para sí mismo.
Con el corazón en un puño se fue hacia la cocina. Gran error. De pronto, el perro levantó las patas y se las puso encima de su camisa limpia.
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