—Las noches son lo peor, porque no me puedo dormir. Y no es por cuestiones sexuales, porque eso sería fácil de resolver. El problema es encontrar a la persona con la que poder compartir tu tiempo —estiró los brazos—. Déjame que te abrace, Paula.
Fue incapaz de resistirse. Levantó los brazos y él la abrazó, dando un suspiro, sentándose en la cama a su lado. A Paula le pareció de lo más natural estar abrazada a él, su cabeza apoyada en su pecho, escuchando los latidos de su corazón. Pedro levantó la cabeza y se quedó mirándola durante unos segundos. A continuación levantó la mano y se la pasó por el pelo, inclinó un poco la cabeza y le puso los labios en la boca.
—Oh, Paula —suspiró él.
Poco a poco fue cambiando la intensidad del beso, convirtiéndose en algo más exigente. Ella gimió y él trazó con su lengua el contorno de sus labios. Paula los entreabrió y él le metió la lengua con suavidad, buscando los recovecos sedosos de su boca, jugueteando con su lengua y dándole pequeños mordiscos en los labios. Con su mano le recorrió el cuello y los hombros, y poco a poco la fue bajando, hasta llegar a sus pechos. La fina tela de algodón no impidió sentir en la palma de su mano sus endurecidos pezones. Le cubrió el pecho con su mano, y ella se sintió un poco más aliviada, pero fue una sensación pasajera, un bálsamo que dio paso a un torrente de deseo que surgió de la nada y que amenazaba con devorarla. Ella pronunció su nombre, todavía con la boca pegada a la de él. Pedro levantó la cabeza y empezó a besarle el cuello y los pechos con una intensidad devastadora.
—¡Por favor! ¡Por favor! —suplicó ella.
Y, en ese momento, él empezó a chuparle con fuerza el pezón. Ella dió un gemido suave en la oscuridad. Le metió los dedosentre el pelo y acogió su cabeza en sus pechos, mientras él jugueteaba con uno de ellos en la boca. Pedro se levantó y se puso encima de ella. Tenía la respiración entrecortada y el corazón le latía de forma salvaje. A pesar de separarlos el edredón, podía sentir la fuerza de su miembro en erección y sus manos empezaron a acariciarle la espalda. De repente, de la misma manera que había empezado, se detuvo, apoyando su cabeza sobre su hombro, al tiempo que lanzaba un suspiro.
—¿Qué diablos estamos haciendo, Paula? Yo sólo quería abrazarte...
Poco a poco fue recuperando la sensatez, como el frío del invierno, calándola hasta los huesos.
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