No era esa la palabra que ella hubiera usado. Gabriela era la que había sido desagradable. Pedro le acarició los hombros, le giró la cabeza y le dió un beso, quitándole a Gabriela de la cabeza. El fuego de la pasión volvió a surgir y él se puso encima de ella. Paula arqueó su cuerpo, invitándole a entrar dentro de ella. Así era como quería estar, con aquel hombre dentro, dejándola que la amara. Pedro arqueó su cuerpo y pronunció su nombre, cuando estaba ya al borde del orgasmo. Paula lo acompañó hasta el último momento y lo último que pensó, cuando sintió el líquido dentro de ella, era que no habían tomado precauciones para no quedarse embarazada. «Por favor, Dios mío, dame un hijo suyo para poder amarlo...»
La actividad de la empresa de Birmingham acaparaba todo el tiempo de Pedro. Los niños estaban de vacaciones. Paula logró convencerlo para volver al zoo con los niños y ver el pingüino que habían adoptado. El animal estaba muy bien y no le había pasado nada. Los niños quisieron quedarse a comer, pero ella tenía el estómago revuelto, así que les compró unos sandwiches y se los comieron a la sombra de un árbol. Hacía un tiempo primaveral y los árboles estaban ya en flor. De vuelta a Norwich los niños no callaron en ningún momento, comportamiento muy distinto al que habían tenido la primera vez que habían ido al zoo. Cuando llegaron, lo primero que hicieron fue irse a la cocina y pedir de comer. Paula abrió el frigorífico, se sintió mareada y no tuvo más remedio que irse corriendo al cuarto de baño. Allí la encontró Pedro minutos más tarde, arrodillada en el suelo y blanca como la cal.
—¿Estás bien? —le preguntó, colocándose a su lado.
—Sí —logró responder ella—. Me parece que he pillado algo.
Pedro la ayudó a meterse en la cama. Al cabo de un rato, él subió con una bandeja, en la que le llevaba sopa y unas tostadas, que ella se comió de forma voraz.
—A lo mejor es que sólo tenías hambre —sugirió él, cuando apareció de nuevo, para retirar la bandeja.
Ella asintió. Estaba demasiado agotada como para pensar. Alo mejor tenía razón. Pedro se sentó en el borde de la cama y le agarró la mano.
—Paula, ¿Crees que no habrá ningún problema si me voy a Birmingham mañana?
—No te preocupes —le dijo—. Ya me siento mejor. No sé lo que me ha pasado. Vete tranquilo.
Pedro se fue y ella se recuperó un poco, pero, sin embargo, siguió teniendo la misma sensación de mareo y sólo lograba recuperarse si comía.
El verano pasó y los niños volvieron al colegio, pero Pedro seguía muy ocupado. Seguía viajando mucho a Birmingham. En raras ocasiones lograron estar horas sin que los interrumpieran, pero cada vez que se quedaban solos Paula se daba cuenta de que se estaba formando un vínculo mágico entre ellos.
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