—Sí, claro —afirmó ella muy conmovida, sin saber por qué—. Pero no te pierdes nada. Espero que pronto recuperes la visión. Aunque, siendo sincera, es liberador comunicarme contigo mediante la palabra y el tacto, en la oscuridad. Es casi como si nos halláramos en la misma situación. Y no me siento tan cohibida por mi aspecto ni por mi ropa barata.
—No juzgo a los demás por su aspecto.
—Claro que lo haces. Me imaginabas como una preciosa chica Bond.
—Bueno, no juzgo a los demás por su cuenta bancaria.
—Claro que sí. Todos lo hacemos —tumbada a su lado, escuchó cómo respiraba—. ¿Qué instrumento te gusta más? A mí, la guitarra. No sé música ni entono a la perfección, pero me gusta tocar la guitarra.
—Describe los ojos de tu madre cuando tocabas —su voz era cada vez más débil.
—Ni idea. Se alejaba lo más posible para no oírme.
—Muy graciosa.
Ella cerró los ojos. Le gustaba mucho su voz. Siempre le había gustado, incluso de niña. No se había enamorado de él, ya que era mucho mayor. Pero el adolescente de sonrisa fácil no había perdido la amabilidad.
—¿Quién eres? —preguntó él.
Y ella fue a decirle que era Paula Chaves, la sobrina del ama de llaves que a veces, de niña, la acompañaba a su casa y que fue entonces cuando lo había conocido. Pero él se había vuelto a desmayar.
Paula se levantó al amanecer y sacudió suavemente a Pedro, que parecía no saber dónde se hallaba. Pero ella le había prometido que no se iría sin despedirse. Aprovechó la oportunidad para darle dos analgésicos y un poco de agua y dejó la botella casi llena al lado de su mano sana.
—Pedro, voy a subir a la colina. Volveré en cuanto pueda —le frotó el hombro, pero no se despertó. Seguía teniendo fiebre. Necesitaba atención médica urgentemente.
Lo besó en la mejilla porque, si moría a causa de las heridas, quería que el último contacto humano que tuviera fuera una muestra de afecto. Se montó en la camioneta y giró la llave de contacto. El motor se encendió, a pesar de que temía que no lo hiciera, a causa de la arena en medio de la que había conducido buscando a Pedro. Arrancó en busca del sendero. La tormenta de arena había depositado, por todas partes, una capa de limo más profunda de lo que se esperaba. Calculó que tardaría tres horas en llegar y tres en volver a la tienda. Pero debía hacerlo. La vida de Pedro dependía de ello. Dos horas después, cuando había llegado al pie de la colina, vió un helicóptero a cierta distancia. Detuvo la camioneta, con el corazón desbocado y la esperanza de que vieran el helicóptero estrellado y la tienda o, al menos, que la vieran a ella para que les indicara la dirección agitando las manos.
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