—De ninguna manera. No puedes mover la cabeza. ¿Y si tu vista pende de un hilo y en el trayecto este se rompe? No volverás a ver.
Aunque detestara reconocerlo, ella tenía razón.
—¿Cuándo vas a marcharte?
—Ahora no. No eres el único que no ve nada. Esperaré al amanecer.
El polvo se habrá posado un poco.
—No te vayas sin decírmelo.
—De acuerdo.
Pedro no quería quedarse a solas con sus pensamientos y con el dolor que amenazaba con hacerlo llorar.
—Cuéntame algo.
—¿El qué?
—¿Cuál es tu recuerdo preferido?
—¿Por qué iba a decírtelo?
—Tal vez porque te hace feliz hablar de ello —quería conocerla. Era valiente e ingeniosa y no parecía tener ningún plan salvo mantenerlo con vida y buscar ayuda lo antes posible. Era divertida, sensata y especial, y era muy divertido escucharla—. Venga, cuéntame el mejor día de tu vida.
—¿No preferirías que te siguiera leyendo?
—No, por favor.
—Entonces, tú primero —le quitó la manta. Y él supuso que sería para que se disipara parte del calor de su cuerpo, pero el de ella siguió en contacto con el suyo, y él agradeció no tener que volver a pedírselo—. ¿Cuál es tu recuerdo preferido?
—Ver salir a mi hermano de la cárcel y que me sonriera al verme.
—¿No sabía que irías a recogerlo?
—Se lo había dicho, pero me parece que no se lo creyó. Paramos en la cafetería de una gasolinera. Yo quería desayunar. Al preguntarle qué quería tomar, miró la carta como si estuviera perdido. Mi hermano necesitaba que lo ayudara, lo que me puso contentísimo. Deseaba con todas mis fuerzas caerle bien. Para mí, era un héroe.
—¿Tu hermano, que había matado a un hombre, era tu héroe?
—Fueron circunstancias excepcionales. Tuvo que hacerlo —no iba a decirle que no estaba seguro de que su hermano hubiera apretado el gatillo. Creía que podría haber sido el padre de Brenda quien empuñara el arma y que su hermano se hubiera declarado culpable para evitar que Brenda, con dieciséis años, se quedara sola en el mundo. Federico no se lo había confirmado—. A pesar de todo, sigue siendo un héroe para mí.
—Eres leal. Me gusta —dijo ella dándole palmaditas en el hombro.
—¿Por qué sigues dándome palmaditas en el hombro? —por qué no lo hacía en el pecho o le agarraba de la mano, como antes.
—Porque es la única parte de tu cuerpo que no está herida o vendada.
—¿Tan mal estoy?
—No estás bien. Sigue contándome. ¿Qué pediste para desayunar?
—Pedí para los dos. Tenía dieciocho años, estaba recién salido del internado y mis padres acababan de morir. Me había quedado solo en la granja para dirigirla y asegurarme de que mi hermano tuviera un sitio al que volver. Durante meses solo ví a Enrique Starr, de la granja vecina, a su hija Brenda y a Rosa, el ama de llaves que venía tres días cada dos semanas.
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