viernes, 5 de septiembre de 2025

Eres Para Mí: Capítulo 5

 —¡Baja!


Como si la hubieran oído, el helicóptero se lanzó de cabeza hacia la tierra.


—¡Así no!


Se olvidó de las estacas y las cuerdas. Cuando el helicóptero aterrizara, no habría nadie más que ella para ir a ver si se podía rescatar a alguien. No era médica ni enfermera. No la atraía conducir hacia el desastre, pero… ¿Por qué siempre había un pero? Había nacido y crecido allí, al borde del desierto y sabía lo que sucedía cuando no había nadie que pudiera ayudarte. Era una tierra inclemente. Y quien estuviera en aquel helicóptero iba a necesitar ayuda. Lanzó una maldición al poner en marcha la camioneta. ¿Quién le aseguraba que el vehículo no sería derribado por el viento? De todos modos, arrancó y se dirigió al norte. Aún tenía visibilidad y veía el helicóptero peleando contra el viento. Todavía no había caído, pero cada vez estaba más bajo. «No te rindas», deseó mentalmente a quien lo estuviera pilotando.



En todos los años que Pedro llevaba pilotando, nunca había visto un tiempo como aquel. Todo sentimiento de superioridad o de seguridad por el hecho de ser un hombre lo había abandonado. Lo único que le importaba era aterrizar. Podía morir. La eficacia de los motores era inútil ante la fuerza de los elementos. Hacía tiempo que no veía la tierra. Ninguno de los instrumentos funcionaba. No sabía dónde estaba el cielo, pero se esforzó en adivinarlo para seguir bajando. No podía ser el final. Si sobrevivía, daría prioridad al sexo, en vez de a volar. «Lo prometo». Si sobrevivía…


Fue un milagro que Paula encontrara el lugar en que se había estrellado. Frente a ella se hallaba el pequeño helicóptero, con el morro enterrado en la arena y la cola hacia arriba. Quién sabe dónde estarían los rotores. No había nadie entre los restos. Si el ocupante había salido disparado, ¿Dónde habría aterrizado? No lo sabía. Apagó el motor de la camioneta, que tal vez no volviera arrancar, después del infierno del que había escapado, pero ya pensaría en eso más tarde. Dentro de la camioneta, no había arena en el aire; fuera podía morir. Pero había alguien fuera. No sabía si habría muerto y, si estaba vivo, no duraría mucho, a no ser que buscara refugio o que alguien se lo proporcionara; o sea, ella. Agarró una correa de nailon destinada a sujetar cargamento, no a personas y se ató un extremo a la cintura. Se puso las gafas de sol y un pañuelo en la cabeza. Lamentó no tener gafas de buceo, porque le habrían venido muy bien.


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