Se bajó de la camioneta e inclinándose contra el viento ató el otro extremo de la correa al parachoques. La correa tenía, como mucho, treinta metros de longitud. Si no encontraba a nadie, cuando no pudiera seguir avanzando, probaría en otra dirección.
—Sigue luchando —murmuró—. Te siento —era verdad. Otro milagro, sin duda—. Voy a buscarte. No te rindas.
Respiraba. No veía nada, pero respiraba y no estaba solo.
—¿Quién anda ahí? —preguntó con voz pastosa. El dolor de cabeza era espantoso, pero pudo articular las palabras.
—Puede hablar —la voz le sonó un poco histérica a Pedro, pero en su vida se había sentido tan agradecido por estar acompañado—. ¿Había alguien más en el helicóptero con usted?
—No.
La mujer exhaló ruidosamente.
—Eso está muy bien.
—¿Dónde estamos? —seguía articulando con dificultad.
—En una tienda de campaña cerca de donde se estrelló el helicóptero. No sabía si era buena idea moverlo, así que he traído la tienda. Hay una tormenta de arena. Aquí no se está bien, pero fuera se está mucho peor.
—No veo.
—Está oscuro por la arena.
—No, no veo. Silencio.
—¡Diga algo! —dijo Pedro extendiendo la mano hacia la voz y aferrándose a un brazo desnudo, a una piel cálida y viva—. No veo —notó la mano de ella que le agarraba la suya intentando calmarlo.
—Seguro que se ha dado un golpe en la cabeza.
Era evidente, pero no estaba solo y seguía respirando, por lo que debía estar agradecido.
—¿Va a quedarse? —era fundamental que la bonita y asustada voz no desapareciera.
—Sí, ahora no puedo marcharme. Es imposible salir.
—No veo —repitió abrumado.
—Ya lo he oído —se llevó la mano de él a los labios, que le parecieron suaves y cálidos—. Lo he encontrado, pero no puedo ayudarlo.
Pedro creyó que iba a volver a desmayarse de dolor.
—«Quédese», rogó mentalmente. «No quiero morir solo».
—No creo que vaya a morirse. Su pulso es fuerte —dijo ella con voz ronca, a causa del polvo, pero hermosa.
¿Cómo le había adivinado el pensamiento?
—Está hablando en voz alta.
Él rió, pero se dió cuenta de que reírse o moverse no era buena idea.
—No… No puedo…
—Está hablando y está vivo. Es una buena señal.
Pedro le estrechó la mano y ella lo imitó, antes de que la oscuridad volviera a apoderarse de él.
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