miércoles, 10 de septiembre de 2025

Eres Para Mí: Capítulo 12

Despertarse fue como levantarse del barro, que le pesaba y lo hacía desear no moverse para no sentir dolor ni miedo. Pero el miedo se abrió paso en su interior al percibir el agudo dolor de la cabeza y la oscuridad que lo rodeaba.


—No veo —una mano cálida lo agarró de la muñeca.


—¿Sabes dónde estás?


—No.


—En una tienda, en medio de una tormenta de arena. Te estrellaste con el helicóptero. Te has herido la cabeza y otras partes del cuerpo.


Era la voz de sus sueños. O tal vez no lo hubiera soñado.


—Estabas antes aquí.


—Te encontré. Monté la tienda a tu alrededor y te dí analgésicos —él notó una botella en los labios y bebió—. El sol se ha puesto hace un par de horas.


La mano le soltó la muñeca.


—¡La mano! ¡Vuelve a ponérmela! ¡Donde sea, por favor!


Notó la cálida mano en el hombro y volvió a respirar bien. Ese contacto, la conexión humana más básica, lo tranquilizó.


—¿Quieres que también te apoye las rodillas en el costado? Porque tengo que incorporarme para comprobar tu estado. Pero, si lo hago, invadiré todo tu espacio.


—Hazlo, por favor.


—Los ricos son unos pervertidos.


—¿Sabes quién soy?


—Sí. Y tú, ¿sabes quién eres?


—No he perdido la memoria, solo la vista.


—Por lo que veo, la cabeza te ha dejado de sangrar, gracias al vendaje. También te he vendado la mano y la muñeca. Estoy segura de que ahí tienes algo roto. Y el hombro parece luxado. Espero que no te gustaran mucho los pantalones que llevabas, porque los he hecho tiras para detener la hemorragia de la herida que te recorre el muslo hasta la rodilla. Y te he desabrochado la camisa para comprobar el estado de tus abdominales. Tienen muy buen aspecto. Después te he metido la mano por debajo para palparte la espalda y las nalgas…


—Hablando de pervertidos… —murmuró él.


—Y no la he sacado manchada de sangre. Después me he tumbado a tu lado a esperar. Supongo que tu hermano mayor se pondrá a buscarte, pero tendrá que esperar a que el polvo y la arena se posen.


—¿Conoces a Federico?


—He oído hablar de él, al igual que de tí. Es difícil no hacerlo en estos contornos.


—¿Así que eres de por aquí? No voy a denunciarte por entrar sin autorización, si es lo que te preocupa.


—Qué gracioso eres. No tengo dinero y dudo que quieras quedarte con la camioneta, una reliquia que se cae a pedazos.


—¿Así que eres una estudiante de horticultura que está sin blanca y que ha venido de excursión en tienda de campaña? —comenzaba a recordar la conversación anterior y el libro que le había leído.


—Más o menos. Trabajaba en Brisbane cortando césped, podando setos y limpiando estanques de jardines. Pero mi jefe tuvo un infarto y vendió el negocio. Los nuevos dueños, un joven matrimonio, no tenían suficiente trabajo para mí —suspiró—. Tengo tres mil dólares ahorrados. Si me denuncias, negaré que te lo he dicho. No están en un banco.

No hay comentarios:

Publicar un comentario