—¿Cuánto tiempo va a quedarse? Has mencionado que querían pasar la noche.
—Ese era el plan: Un viaje rápido para ver cómo estabas, traerte un poco de comida, flirtear un poco contigo, conociendo a Pedro, aunque Rosa le ha dicho muy seria que debe portarse bien. Sería estupendo que consiguieras que se quedara una semana. Una semana de descanso le haría mucho bien.
—¿Quieres que consiga ocupar a un multimillonario malhumorado durante una semana aquí, cuando tenía la intención de quedarse un día?
—Todos necesitamos un reto —Brenda sonrió beatíficamente—. Me muero de ganas de ver los jardines. Serán preciosos.
—Eso no lo sabes. Es la primera vez que voy a diseñar un paisaje.
—Sí, pero creo que lo harás estupendamente.
Pedro observó con envidia el helicóptero mientras despegaba llevándose a Brenda y Federico. Él ya no podía gozar de la libertad de pilotar una aeronave; ni siquiera podía conducir un camión, según Brenda, a pesar de que aquel en el que habían llegado lo había equipado con la tecnología más avanzada de conducción automática. Iba a probarlo esa mañana visitando a Paula, pero cuando Brenda se dió cuenta de sus intenciones decidió acompañarlo. Y menos mal, porque, en los primeros cinco kilómetros, el vehículo se había atascado dos veces en la arena. Tras el segundo incidente, Brenda se ofreció a conducir. Y él tuvo que fingir que le parecía bien. Había sido muy paciente con respecto al ritmo de su recuperación, pero, a medida que este disminuía, lo hacía también su seguridad en que se pondría bien. En presencia de Paula, especialmente, quería parecer un hombre físicamente fuerte y perceptivo. Pero ¿Cómo iba a adivinar sus emociones, si, a veinte pasos de distancia, no sabía si estaba sonriendo? Si quería contemplar la expresión de sus ojos, tenía que acercarse tanto como si fuera a besarla. ¿Y si ella no quería que invadiera su espacio personal? Pero, si no se acercaba lo suficiente para observar la expresión de su rostro, ¿Cómo iba a saber si se alegraba de verlo? Había mantenido un contacto mínimo con él desde que se había mudado a la cabaña, y no sabía si se debía a que ella era una persona independiente o a que intentaba evitarlo. Lo trataba como al cliente que era, pero él quería ser mucho más. Saber que estaba allí lo hacía querer estar él también. Eso nunca le había pasado antes. No estaba dispuesto a reconocer que estaba perdidamente enamorado, pero no podía dejar de pensar en ella. Cuando Brenda se marchó, Paula le dijo que tenía que recoger unas muestras de plantas que había visto cerca de allí. Una hora después no había vuelto y a él le dolía la cabeza y también la pierna, hasta el punto de reconsiderar su tajante negativa a usar bastón. ¿Por qué era tan débil? Llamaron a la puerta de la cocina.
—¿Puedo entrar? —preguntó Paula.
—Claro.
Se había quitado la ropa de trabajo y llevaba una camiseta amarilla y una falda color ciruela. Se había recogido el cabello en una cola de caballo y lucía una colorida pulsera en la muñeca. ¿Eso indicaba que se alegraba de verlo? Pedro estaba llenando el dispensador de agua que había cerca del fregadero, lo cual no era difícil.
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