—Allí estaremos —Pedro colgó y miró a Paula—. Al parecer, Lorena Pruett ha decidido que quiere ser madre otra vez.
Dos horas después, Paula ya se había duchado y vestido mientras Pedro había vuelto al rancho para ayudar con algunas tareas y cambiarse. Ella, después de hablar con su padre, fue en coche hasta la oficina del sheriff, pero no entró. Lo esperaría. Harían aquello juntos, como lo habían hecho desde que encontraron a C. J. Aun así, no pudo evitar pensar en lo cerca que se habían sentido la noche anterior y en lo deprisa que habían cambiado las cosas esa mañana. La camioneta de Pedro estacionó junto al bordillo y él se bajó. Ella sintió un arrebato de emoción, pero se disipó cuando él mantuvo cierta distancia.
—¿Has hablado con alguien? —preguntó él.
—No, estaba esperándote.
—Muy bien. Vamos.
Entraron y vieron a Rafael. También había una mujer baja, de unos treinta años, con aire cansado y el pelo rubio oscuro recogido en una coleta, que estaba sentada en una butaca de la sala de espera. Rafale los acompañó hasta ella.
—Paula, Pedro, les presento a Lorena, la madre de Ciro Jackson Pruett.
La mujer, ligeramente regordeta, fue la primera en hablar.
—El señor Lawton me ha contado lo que han hecho por mi hijo. No tengo palabras para agradecérselo.
Pedro no se sintió impresionado.
—Bueno, a mí me gustaría saber por qué no llamó a las autoridades y les pidió que la ayudaran a recuperarlo.
La mujer se quedó atónita.
—Porque tenía miedo, señor Alfonso. Cristian se enfadó mucho después del divorcio. Cada vez que llamaba a la policía, ellos no hacían gran cosa. Sobre todo, porque también era policía. Por eso hice lo que quiso mi ex marido. Hace unos seis meses, durante una de las visitas de fin de semana que le correspondían, Cristian no volvió con Ciro el domingo. Horas más tarde, cuando por fin se puso en contacto conmigo, me dijo que quería pasar algún tiempo con su hijo y que si llamaba a la policía, desaparecería en México. No sabía de qué era capaz. Si no hacía nada, él me prometía que me dejaría hablar con mi hijo de vez en cuando. Eso lo devolvería a casa.
—No lo hizo, ¿Verdad? —preguntó Pedro—. Su marido abandonó al niño.
Algo brilló en los ojos color avellana de ella.
—No lo supe hasta que me lo dijo el señor Lawton. Si pudiera volver a hacerlo todo, acudiría a la policía. Aunque no me ayudaron mucho cuando Cristian me maltrató durante nuestro matrimonio y no confiaba en que fueran a encontrar a mi hijo —unas lágrimas le cayeron por las mejillas y se las secó con el dorso de la mano—. Solo me importa mi hijo, señor Alfonso, y mantenerlo alejado de Cristian. Es una mala persona, pero yo, no —Loretta miró al sheriff—. Ahora, tengo que ver a mi hijo.
A mediodía, el sheriff, la asistente social y Lorena Pruett seguían esclareciendo los hechos. Pedro estaba muy descontento porque Paula y él no podían opinar cuando habían cuidado al niño. Fue hasta la ventana y miró hacia la calle principal. Vió el luminoso de neón con el nombre de Alfonso’s Place encima de su restaurante. Su sueño. Desde que volvió del ejército, había querido una vida sencilla con su familia. Había necesitado tiempo para curar las heridas, para dejar de tener pesadillas, para olvidarse de todo lo que había visto y hecho en el extranjero. Con el tiempo, su TEPT había mejorado. Hasta que tuvo otra pesadilla la noche anterior. Pensó en Paula. Estaba metido hasta las cejas. Su vida se había complicado desde que dejó que ella entrara, había permitido que ella viera una parte de él que no le había enseñado a casi nadie desde hacía mucho tiempo y eso lo aterraba. No podía permitir que ella viera cómo era en realidad. Oyó que se abría la puerta y vió que C. J. entraba en la oficina del sheriff acompañado por la hija de Norma, Antonella, y por su marido Ariel Cooper, de la Policía Montada de Texas. El niño se acercó corriendo a él.
—Pedro, ¿Qué pasa? ¿Te han detenido?
Pedro tuvo que sonreír.
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