Les puso una mano en el cuello de cada uno y se los llevó escaleras abajo, los ayudó a buscar los utensilios de limpieza, les quitó los zapatos y se metió en el cuarto de baño a limpiarse un poco. Era casi imposible. Estaba cubierta de harina, como si fuera un pastel de manzana. Se sacudió la que tenía en los hombros, se soltó el pelo, que lo tenía completamente blanco, se lo sacudió y se lo volvió a recoger. Se miró al espejo y vió que parecía una pantomima. Era imposible causar una buena impresión. Era una tontería intentarlo. Abrió la puerta y salió al vestíbulo, sus tacones resonando en el mármol de color negro y blanco.
—Sigan restregando —les reprendió—. ¿Dónde está su padre?
Los dos pusieron cara de terror y su enfado disminuyó por momentos.
Uno de los dos, Felipe posiblemente, señaló:
—En la biblioteca. ¿Le va a contar lo que ha ocurrido?
—No creo que sea necesario —le respondió, dirigiéndose hacia la puerta que le había indicado.
Llamó y entró. El padre no pareció oír los golpes. O no los oyó, o no prestó atención a ellos. Cuando la vió, levantó una mano, indicándola que esperara, y la bajó de nuevo.
—Eso no sirve, Diego. Tiene que ser algo mejor.
Paula se preguntó qué era lo que no servía, mientras estudiaba al progenitor de aquellos dos pillos que había dejado en el vestíbulo. Supuso que era su progenitor, aunque en realidad la palabra que se le había ocurrido era «Perpetrador», que era la que se le aplicaba a una persona que cometía un crimen. El hombre estaba sentado, dándole la espalda, con los pies apoyados en la mesa, el teléfono en la mano. Era evidente que estaba hablando de negocios, por lo que ella dejó que continuara. Tenía mucho tiempo para decirle lo que le tenía que decir. Trató de imaginarse su aspecto, lo cual era muy difícil desde donde estaba. Era un hombre grande, saltaba a la vista, aunque sólo se le viera medio cuerpo. Casi seguro que era el padre de las dos criaturas. Su pelo rizado lo delataba. ¿Qué edad tendría? ¿Treinta? ¿Treinta y cinco? No, algo mayor. Tenía la voz profunda, confiada, la voz de un hombre que sabía lo que quería y lo conseguía. Tenía el pelo fuerte, todavía sin señales de calvicie. ¿Color de ojos? Azules, seguro. Con aquel tono de voz, no podían ir otros ojos. Seguro que tendría alguna cicatriz en la nariz, de alguna pelea que tuviera en el colegio. Labios gruesos. O a lo mejor no, a lo mejor eran labios que no estaban acostumbrados a reír, a pesar de que no le faltaba sentido del humor. Se preguntó cómo se podía estar imaginando todo eso de tan sólo una conversación.
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