Le gustó cabalgar junto a su padre mientras el capataz Francisco, Gonzalo y Pedro perseguían a las vacas que intentaban desmandarse. Aunque tenía la sensación de que Gonzalo quería estar cerca por otros motivos y que uno de ellos era descubrir lo que había entre Pedro y ella. Nada. Cuidaban juntos al niño, pero nada más. Pedro y ella habían estado demasiado ocupados con otras cosas como para pensar siquiera en empezar algo. Al oír los gritos y silbidos, comprendió que estaban acercándose a los recintos vallados y provisionales. Azuzó a Duquesa, la yegua de su madre, para que se acercara y ayudara a separar a los terneros de sus madres. La yegua también tenía experiencia y sabía hacerlo. Cuando terminaron, fue hasta la valla del corral, desmontó y no le sorprendió que las piernas estuvieran a punto de ceder. Le dolía todo el cuerpo.
—¿Estás bien?
Se dió la vuelta y vió a Pedro.
—Sí. Es que hacía mucho tiempo que no montaba tanto a caballo —sonrió algo abochornada—. ¿Adónde quieres que vaya ahora, jefe?
Él, con el sombrero tapándole los ojos y la camisa vaquera cubriéndole las amplias espaldas, resultaba un cowboy muy guapo.
—Gracias a tí y a tu familia tenemos ayuda suficiente — contestó él—. ¿Por qué no vas a la casa y ayudas a las mujeres?
—¿No me necesitas porque soy una chica o porque de verdad no hago falta?
—Vamos, Paula —contestó él con el ceño fruncido—. Estás agotada y voy a pagar a casi todos esos hombres. Pueden acabar lo que queda —él se acercó y bajó la voz—. Sin embargo, lo has hecho muy bien, estoy sorprendido.
—No soy solo una niña rica y mimada, ¿Eh?
Él la miró con sus intensos ojos azules.
—¿Quién no querría mimarte, cariño?
Paula fue a ayudar a las mujeres en la amplia cocina de la casa de Federico y Florencia. Su madre, Norma, Florencia, Tamara y hasta Marta, la cocinera de los Chaves, habían ido a ayudar a hacer la comida. En el patio había unas grandes mesas repletas con toneladas de comida, desde pollo frito y alubias hasta las famosas enchiladas de Marta y la barbacoa de carne troceada de Horacio. Los vítores que llegaron desde los recintos vallados hicieron que las mujeres salieran al porche para ver a C. J. Se acercaron y vieron al niño sujetando un hierro de marcar con la ayuda de Pedro mientras Gonzalo y Federico sujetaban a un ternero tumbado. Paula sacó una foto justo cuando C. J. apretaba el hierro candente contra el costado del ternero y lo marcaba con la triple A. Era un rito de iniciación en Texas. Volvió a fijarse en Pedro y lo observó avanzar con paso seguro hacia donde Gonzalo había lazado otro ternero. Pedro lo tumbó con facilidad, le grapó una etiqueta en la oreja y, con un rápido movimiento del cuchillo, también lo castró. Pedro, Federico y Gonzalo trabajaban con eficiencia juntos y también parecía que lo pasaban muy bien. La visión de los tres juntos era imponente. Tenían una estatura parecida, los hombros anchos y las espaldas rectas. Sin embargo, Pedro era el más guapo sin duda. Tenía el encanto irlandés y ella había estado loca por él desde el instituto. Sacó otra foto y él la miró guiñándole un ojo. Ella se sonrojó y supo que estaba metida en un lío.
—Cortan la respiración, ¿Verdad?
Paula se dió la vuelta y vió a Florencia con Tamara justo detrás.
—Son cowboys —fue lo único que reconoció Paula—. Es difícil resistirse a los sombreros, las botas… Y a esa jactancia, claro.
La tres se rieron.
—Lo que más me gusta es cuando mi vaquero se quita las botas y el sombrero —añadió Florencia con un suspiro—. ¿Qué puedo decir…?
Paula se sonrojó otra vez. Lo que menos le apetecía era pensar en Pedro.
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