Paula estaba perdida. El halo de esperanza que percibió en sus ojos, la derritieron por dentro. Abrió la boca, para retractarse de lo que acababa de decir, pero no pudo.
—Una entrevista muy corta —comentó ella.
Él sonrió.
—¿Quiere que la entreviste? Muy bien. Dígame, señorita Chaves, ¿Cree que está cualificada para cuidar a mis dos hijos?
Le dió la taza de café, levantó una silla y le dió la vuelta, sentándose con el respaldo contra el pecho, cruzándose de brazos sobre el mismo. Se había quitado la chaqueta y remangado la camisa de seda. Ella se quedó fascinada al ver la potencia de sus antebrazos, cubiertos de un vello muy suave.
—¿No dice nada?
Paula parpadeó.
—¿Tiene algún título?
—Sí. Soy enfermera y he estado cuidando seis años de niños. Los últimos dos años y medio con la misma familia, con niños que iban desde los dieciocho meses, hasta adolescentes. Además, he ayudado a mi madre con mis hermanos pequeños. Creo que conozco a la perfección la mente de los niños.
—Muy bien. ¿Sabe cocinar?
—Supongo que mejor que usted. ¿Cuántas cosas tengo que hacer de la casa?
—No mucho, porque la señora Cripps se encarga de la limpieza, cinco días a la semana. Sólo sería cocinar para la familia, pero yo casi nunca vengo a comer. Y los niños se quedarán en el colegio. No será muy difícil.
Paula echó un vistazo a la cocina.
—¿Usted cree?
Él se encogió de hombros.
—¿Cuándo quiere que empiece?
—¿No quiere saber el salario, ni ver la casa?
—¿Es que está pensando engañarme? —contestó ella.
—¿Yo? —le respondió sonriendo—. No, Mary Poppins, no estoy pensando engañarla. Sólo le agradezco que se quede con nosotros. Por lo que respecta a su salario, pida lo que crea conveniente. Le daré firma en el banco, para que pueda hacer las compras de la casa.
—Es un usted muy confiado.
—Cualquier persona que tenga las agallas suficientes para enfrentarse a mí y recordarme mis obligaciones, tiene mi confianza.
Ella se sonrojó.
—No debí decirle esas cosas...
—Olvídelo. Tenía toda la razón. Lo sé. No lo he estado haciendo bien. Pero ya basta. Espero que todo se empiece a solucionar.
Se levantó y, haciéndole un gesto con la mano, le propuso:
—Vamos, le enseño la casa.
Subieron las escaleras de la parte de atrás, hasta los dormitorios situados encima de la cocina. Había también un gran salón, con un balcón que daba al jardín y una habitación a su lado, decorada con tonos florales y colores pastel. El cuarto de baño era pequeño, pero muy limpio y también había una pequeña cocina. A Paula le dió un vuelco el corazón. En cuanto llenara aquel sitio con sus cosas, se iba a sentir como en su casa. Ya se imaginaba sentada en una silla, al lado de la ventana, con un buen libro en una mano y una taza de leche con cacao en la otra, los niños dormidos, y de vez en cuando Pedro frente a ella, quizá separados por un tablero de ajedrez, en el que estarían jugando una partida. Tendría que dejarle ganar, pero no siempre. Una victoria de vez en cuando, sentaba siempre bien.
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