—Soy Mary Poppins —dijo—. Al parecer, anda en apuros. Hubo un sonido al otro extremo de la línea, que bien podría ser el de una risa reprimida. Pero bien podría ser otra cosa.
—Tiene razón —contestó él—. Mire, en estos momentos no puedo hablar. ¿Cuándo cree que puede empezar?
Paula parpadeó. ¿Tan fácil iba a ser?
—Ahora mismo —le respondió ella, al instante.
—Muy bien. ¿Podría venir para una entrevista mañana? ¿A las nueve, por ejemplo?
Y allí estaba ella, preguntándose cómo se le había ocurrido pensar que aquel hombre tenía sentido del humor. Probablemente fue su secretaria la que había redactado el anuncio. Los niños que había visto en el vestíbulo, necesitaban algo más que cariño. Necesitaban alguien con autoridad, y el hombre que le estaba dando la espalda requería una lobotomía. Se tomó unos segundos en admirar el color gris de su traje, que tan bien le sentaba sobre sus anchos hombros. Al fin y al cabo, no podía hacer otra cosa que esperar. Era un buen traje. Tenía un aspecto suave, como el de que da la pura lana, con un toque de seda, y le sentaba realmente bien. Era un poco desproporcionado, para ser un domingo por la mañana, con los dos gemelos en casa. No obstante, siguió admirándolo, al tiempo que pensaba en la sensación que sería acariciar tela tan suave. Apartó los ojos de sus hombros y echó un vistazo alrededor de la habitación. Se podían saber muchas cosas de una persona, por la casa donde vivía. Ella, por ejemplo, tenía su casa decorada con cosas que compraba en las tiendas de muebles de segunda mano. Al ver aquella habitación tan elegante, dudaba que aquel hombre hubiese estado en una de esas tiendas. Las paredes estaban cubiertas de librerías, a excepción del tramo donde estaba la chimenea, la cual, mucho dudaba que hubieran encendido un fuego. Al lado de la chimenea, había un sofá muy grande y muy cómodo, con una pila de papeles en una esquina. No había más en la habitación, a excepción de la mesa y los libros. Las estanterías estaban a rebosar de libros de todas clases. Sacó uno, que trababa de las casas de Suffolk y empezó a hojearlo. Estaba terminando la conversación, así que esperó hasta que colgara.
—Ahora no, chicos —murmuró, pulsando algunos números en el teléfono—. Salgo enseguida.
—¿Chicos? —comentó ella, y cerró el libro.
El hombre se dió la vuelta y la miró a los ojos. Los tenía castaños, no azules. Unos ojos castaños, con un cerco verde oliva y enmarcados por unas pestañas marrón oscuro, por las que habría vendido su alma. Al cabo de un par de segundos, durante los que aquellos ojos color castaño la miraron con gesto de sorpresa, la volvió a mirar a la cara.
No hay comentarios:
Publicar un comentario