—Porque soy viudo. Mi mujer murió hace cinco años, cuando ellos tenían tres. Teníamos un ama de llaves, una persona encantadora, que se quedó hasta que empezaron a ir a la escuela. Después, contraté a una serie de cuidadoras y gente que echara una mano. Hasta que la última niñera... —estuvo dudando unos segundos, con la boca apretada—. Digamos que se fue de repente en agosto.
—Oh.
—Justo en el verano. Afortunadamente, logré convencer al director del colegio al que yo iba, para que los admitiera internos a partir de septiembre, pero no encajaron muy bien. Los volví a enviar a principios de este trimestre, confiando en que les fuera un poco mejor, pero me llamaron la semana pasada y me dijeron que me los llevara.
—¿Es que no se encontraban a gusto? —le preguntó ella, con rostro de preocupación.
—¡Es que no los soportaban! —exclamó él—. ¡Habían pintado de blanco los bancos de madera del campo de cricket.
Paula reprimió una carcajada. Pedro empezó a secar otra taza.
—Parece gracioso ahora, pero en aquel momento no — continuó él—. Mi ama de llaves, que ya tenía sesenta años, había decidido en navidades que se iba a jubilar, con carácter inmediato. Lo cual suponía que no me quedaba más que con la señora Cripps, por lo que me tuve que ir a Kent, recoger a los niños y traérmelos aquí, para buscarles otra escuela, lo antes posible. Pero la señora Cripps se hartó pronto —se encogió de hombros—. ¿Entiende ahora por qué necesito una niñera?
Paula movió en sentido negativo la cabeza.
—Usted no necesita una niñera, señor Alfonso —le respondió ella—. Usted necesita un milagro.
—¿Un milagro? Lo encargaría, pero no sé dónde llamar —se dió la vuelta para mirarla y Paula se quedó sorprendida al ver la tristeza en su comentario—. Siento mucho lo que le han hecho. Yo tenía esperanzas de que... Todavía...
Dejó la taza y dió un suspiro. Sacó el café instantáneo.
—Supongo que no conoce a nadie con la paciencia suficiente como para encargarse de ellos.
Paula había cometido muchas estupideces en su vida, pero de poca monta, comparada con la que estaba a punto de cometer.
—Yo la tengo.
Giró la cabeza.
—¿Usted?
Ella sonrió. Él se quedó mirándola en silencio. Al cabo de unos segundos sonrió y le preguntó:
—¿Cuándo puede empezar?
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