—Creo que C. J. se marchó por propia voluntad. En cualquier caso, no cuenta nada al respecto y esa Elisa también se marchó hace tiempo.
Pedro se quitó el sombrero. El silencio solo lo rompían algunos ladridos y el relincho de un caballo, hasta que él volvió a hablar.
—¿Y tú? No irás a trabajar en domingo, ¿Verdad?
—Ya he pasado por la obra —reconoció ella frunciendo el ceño—. Mañana va una cuadrilla a trabajar en la estructura para que a media semana puedan rellenar los cimientos con hormigón. Iba a volver a casa y pensé que podía dejar la ropa de C. J.
Pedro apoyó el antebrazo en el coche.
—Paula, lo que pasó a noche… Fue inadmisible. Sé que me aproveché.
—Como dije, ya soy mayorcita. No fue solo culpa tuya — reconoció con alivio porque él había dicho algo—. Es un problema que tenemos cuando estamos juntos.
Él negó con la cabeza.
—No, no puede ser. Tenemos que pensar en C. J. y trabajar juntos por él. Marca el límite y lo respetaré.
Hacía que pareciera muy fácil.
—Sencillamente, no lo rebases.
—Creo que puedo hacerlo.
—Muy bien, debería volver a casa.
—¿Por qué? Ya que has terminado la jornada y mi compañero me ha abandonado, ¿Por qué no rescatas a un cowboy solitario y das un paseo conmigo? —él se apresuró a darle una explicación—: Tengo que arreglar un cercado que se ha caído. No tardaremos.
Ella vaciló.
—Creía que acabábamos de hablar de eso.
—Solo es un paseo a caballo, Paula. Me portaré muy bien.
—Pedro Alfonso, no sabrías lo que es portarse bien ni aunque te lo explicaran por escrito.
—Seguramente, pero hoy haré un esfuerzo doble —bromeó él.
Pedro se preguntó por qué no se limitaría a alejarse para siempre de esa mujer.
—¿Qué te parece si hago unos sándwiches con carne de barbacoa de mi padre y los comemos en el arroyo? —siguió él.
A ella se le iluminaron los aterciopelados ojos marrones.
—Puedo resistirme a tí, pero no a la barbacoa de tu padre — ella sonrió—. En marcha, vaquero.
Treinta minutos después, cuando C. J. ya se había ido con Horacio al cine, Pedro fue a los establos y comprobó que Francisco ya había ensillado a Dulcinea para Paula. Él preparó a Pegaso y tomó algunas herramientas. Normalmente, habría ido en la camioneta, pero era un día demasiado bonito para sentarse en un vehículo. Tomó una alforja de cuero y una manta enrollada y las sujetó a la silla. Sacaron los caballos de los establos y se dirigieron hacia el sur. La miró fugazmente y recordó los besos estremecedores que se habían dado hacía unas horas. Era muy tentadora y quería estar con ella, pero tenía que calmarse y recordar lo que le había prometido. Intentó concentrarse en el agradable paseo que iban a dar. Recorrieron como un kilómetro y medio para llegar a la cerca caída. Se bajaron de los caballos y se acercaron al alambre de espinos. Pedro se echó el sombrero hacia atrás.
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