No había nada que le gustase más a Pedro que ver a sus hijos corriendo de un lado a otro. Estaban en la casa del árbol, pasando las vacaciones de verano. Hacía calor, pero todos eran felices. Debían estar cansados después de un largo día explorando las ruinas, pero los niños seguían corriendo sin parar, con una energía envidiable. Olivia estaba apoyada en el tronco del árbol, leyendo un libro. Su hija tenía once años y ya nada la impresionaba. Aunque le gustaban las historias de amor.
—¿Sabes que conocí a tu madre aquí? —le preguntó Pedro.
Olivia levantó la cabeza.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—¿Qué pasó?
Pedro intercambió una mirada con Paula. Tendrían que contarle una versión censurada del encuentro, por supuesto.
—Ví a tu padre y supe que era mi destino —respondió ella.
—¿Y cómo supiste eso?
De nuevo, Paula y Pedro intercambiaron una mirada, ardiente en esa ocasión, y él supo que pasarían una larga y deliciosa noche abrazados, como habían hecho desde que se libró del miedo de amar y ser amado.
—Porque tuvimos la bendición de la lluvia —respondió Pedro.
Y, como por arte de magia, las nubes se abrieron en ese momento y empezó a llover. Una lluvia torrencial, sanadora y perfecta. Pedro, Paula y sus cuatro hijos subieron corriendo a la casa y, mientras ella secaba a los niños, él preparó un té, como había hecho esa primera noche.
—¿Esto también ha sido el destino? —preguntó Olivia, sacudiendo las gotas de lluvia de su libro.
Pedro tomó a Paula por la cintura y la apretó contra su costado.
—Sí, yo creo que sí. En lo que se refiere a nosotros, creo que siempre es el destino.
FIN
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