lunes, 12 de agosto de 2024

Otra Oportunidad: Capítulo 41

Eso era lo que le gustaba a los dos, llegar al límite del deseo antes del momento del éxtasis. A veces lo hacían en treinta segundos, a veces conseguían alargarlo más. En una ocasión, en Camboya, después de salir a cenar habían llegado a la habitación del hotel y Pedro apenas había tenido tiempo de cerrar la puerta antes de enterrarse en ella, pero solían negarse el alivio durante el mayor tiempo posible. Con ella siempre era una aventura, pero esa noche no tenía fuerzas para alargar el juego y la llevó al dormitorio directamente.


—Quiero verte —le dijo.


Ella se encogió, tímida de repente.


—¿Qué?


—Es que ahora tengo un aspecto diferente.


—Eres preciosa.


Pedro la tomó entre sus brazos y la besó de nuevo mientras tiraba de la cremallera del vestido. Luego dió un paso atrás para mirarla y el deseo se convirtió en algo vivo, algo que no podía controlar. Sus curvas eran más generosas que antes y tenía la cicatriz de la cesárea, gracias a la que su hija había llegado al mundo. La prueba de ese tiempo que Paula no podía recordar, de ese tiempo perdido para ella, enterrado en su memoria para siempre. El tiempo que habían estado separados, el tiempo en el que él le había fallado. Pero allí estaba, frente a él, entera. Y era un milagro. Bajó los tirantes del vestido y desabrochó el sujetador de encaje, desnudando por fin sus preciosos pechos. La había visto desnuda cientos de veces, pero era como descubrirla de nuevo. Pedro tomó su mano y la sentó al borde de la cama, tirando de sus bragas y separando sus piernas.


—Te he dicho lo que iba a pasar —murmuró, poniéndose de rodillas ante ella.


—Sí —musitó Paula.


—¿Vas a suplicarme?


Ella empezó a cerrar las rodillas.


—Es que no recuerdo…


—Pero yo sí —la interrumpió él. —Créeme, te he saboreado muchas veces y estoy hambriento de tí. Me he privado durante demasiado tiempo.


Más tiempo del que ella podía imaginar. Diez meses sin tener su cuerpo. Diez meses sin sexo, aunque habría dado igual que se hubiera acostado con cien mujeres. No había habido ninguna, pero aunque las hubiera habido seguiría deseándola más que a nadie. Porque el sexo por sí mismo ya no lograría satisfacerlo. Tenía que ser ella. Solo ella.


—Por favor —susurró Paula.


Pedro inclinó la cabeza para rozar sus húmedos pliegues con los labios, saboreando el dulce néctar de su gozo, perdiéndose en sus gemidos de placer, en cómo sujetaba su cabeza allí. Lo deseaba. Deseaba aquello. Y él solo quería ahogarse en ella. Sin dejar de acariciarla con la lengua, enterró los dedos en ella y empujó como sabía que le gustaba mientras el placer los abrumaba a los dos.

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