miércoles, 7 de agosto de 2024

Otra Oportunidad: Capítulo 34

No había vuelto a preguntarle por su accidente. ¿Habría ido Pedro con ella en el coche? Era tan extraño no saberlo. Le preguntaría, decidió. No recordaba el accidente y no quería recordarlo, pero al menos debía saber qué había pasado. Podía imaginarse siendo su esposa. No recordaba haber pensado nunca en casarse, pero podía imaginarse casada con él. Si existía el hombre perfecto, tenía que ser él. Olivia era, desde luego, la hija perfecta. Ella tenía poca experiencia con niños, pero cada día que pasaba con su hija era un regalo del cielo. Esa mañana, cuando entró en el comedor para desayunar, él anunció que se iban a París.


—¿He estado alguna vez en París?


—No —respondió él.


—Ah, mejor. No me gustaría que mi primera vez en París hubiese quedado perdida en la niebla de mi mente.


Odiaba todo lo que se había perdido y le gustaría tanto recordar, pero no servía de nada darle vueltas. Pedro iba a llevarla a París y se preguntó cuándo retomarían la parte física de su relación. Había hablado con el médico y sabía que aún seguía recuperándose de la cesárea. O, más bien, había estado recuperándose hasta unos días antes. No sentía ningún dolor y el médico le había dicho que podía mantener relaciones sexuales con normalidad. Y casi le dió la risa porque no recordaba haber mantenido relaciones sexuales de ningún tipo. Pensaba que Pedro no tenía más sorpresas guardadas para ella, pero al ver el avión privado se quedó atónita. Sabía que era rico, pero en realidad no entendía lo que significaba ser rico. En su pueblo, en Georgia, siempre había asociado la riqueza con coches llamativos o enormes casas con muchas habitaciones que solo servían para dejar claro que el propietario podía gastarse una fortuna. Pero Pedro era rico de otro modo. La suya no era una riqueza llamativa sino más bien discreta. Cada rincón de la casa de Roma dejaba claro que el dinero ya venía de familia y, al parecer, podía pedirle a un famoso diseñador que cerrase su tienda para ellos, pero no llamaba la atención sobre sí mismo. De hecho, parecía no querer llamar la atención en absoluto, pero su impresionante presencia lo hacía imposible y había observado que la gente no dejaba de mirarlo. Y tampoco ella podía hacerlo. Pedro no la había tocado. Se mostraba tan atento y amable que empezaba a preguntarse si se sentía atraído por ella. Pero ella sentía una extraña quemazón en su interior, un anhelo desconocido. Intentaba imaginarse a sí misma como la mujer desinhibida que se iría con él unos minutos después de conocerlo, pero le resultaba imposible. Nunca había deseado a un hombre de ese modo, pero deseaba a Pedro. Incluso en medio de la confusión, lo deseaba. Sentía una gran curiosidad por saber cómo sería recibir sus caricias y envidiaba a la mujer que había sido antes del accidente, la mujer que lo había besado, que lo había tocado. Estaba celosa de sí misma. Esa idea la hizo reír.


—¿De qué te ríes? —preguntó Pedro.


—De nada —respondió ella. —Es una bobada.

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