Paula dejó brotar las lágrimas y Pedro le tomó la cara entre las manos. Debería haberle dicho que la quería a cada momento, cada día.
—¡Sí! Con todo mi ser. Quiero protegerte y cuidarte y viajar contigo a Francia y tomar postres contigo.
—Pedro… —sollozó Paula.
Ella también lo amaba. No había dejado de amarlo ni un instante durante esas largas semanas.
—Pero quiero…
Pedro nunca se había quedado sin palabras y Paula entendió lo que quería decir. A él nadie lo había elegido nunca. Ni los empresarios que lo habían excluido sin motivo a pesar de su gran valía ni su madre siquiera, que había intentado protegerlo, pero no había estado dispuesta a dejar a su padrastro por él.
—Quieres que te elija.
Pedro no respondió. Sus ojos reflejaban que no podía.
—Pedro, te elegí desde el principio, pero sabía que todo tenía que ser fingido.
Por eso nunca le había dicho que lo amaba.
—Para mí nunca fue fingido —dijo él con firmeza—. Aquella primera noche no podía dejar de mirarte y cuando te besé en tu despacho, pensé que te quería. Lo supe cuando te llevé a mi cama y también a la mañana siguiente. Me permití creerlo en Francia y tenía la esperanza de que lo vieras.
Paula lo abrazó, con fuerza, y sintió los brazos de él rodeándola al instante.
—Te quiero.
—Eres mi amanecer —le susurró él contra el cuello—. Mi esperanza y mi felicidad. Le das sentido y color a mi vida. No te merezco, pero ¡Te quiero tanto!
—Eres la mejor persona que conozco, Pedro. Te quiero.
Él la besó con impaciencia, con descontrol, y en la fuerza y la presión de sus labios y el roce de su lengua, Paula sintió cuánto la amaba.
—¿Aún tienes mi anillo? —preguntó él con la frente apoyada en la suya.
—Sí. ¿Quieres que te lo devuelva?
—No. Cuando estés lista para volver a ser mi prometida, ya sea hoy, en una semana, en un mes o en un año, quiero que lo dejes en mitad de nuestra cama y sabré que estás lista. No tendrás que decir más.
Le estaba permitiendo decidir su futuro. El futuro de los dos. No había mejor modo de demostrarle cuánto la amaba y la respetaba.
—¿Y si ya estoy lista? —preguntó Paula con una amplia sonrisa.
Pedro soltó una risita.
—Entonces nos iremos a casa ahora mismo y podrás demostrarme cuánto me deseas.
—¿A casa? Me he comprado un piso, Pedro.
—Tú eres mi casa, mi hogar. Estemos donde estemos, estaré en casa.
Paula sintió mariposas en el estómago al oír esas palabras. No podía estar más feliz. Se puso de puntillas y le susurró al oído:
—Vamos corriendo.
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