Paula pensó en Crème y en todo el tiempo que ella pasaba allí, en las noches que se quedaba sola hasta la madrugada perfeccionando recetas. Le encantaban esos momentos, así que no podía culparlo porque, al fin y al cabo, ¿No eran iguales en ese aspecto?
—Claro, lo típico de un genio —dijo ella sonriendo—. Es curioso, porque no tienes pinta de genio.
—¿Por qué lo dices? ¿Pórque te basas en la imagen que transmiten los medios sobre lo que es la inteligencia?
—¡Claro que no!
Pero sí, era justo lo que pensaba; que no respondía a la típica imagen de genio tímido y con problemas para socializar. A Pedro se le iluminaron los ojos con un destello que reflejó la sonrisa que el resto de su rostro no se permitía esbozar.
—Me alegra y a la vez me preocupa ver que mientes muy mal.
—Eso es un cumplido. Nadie debería saber mentir bien. ¿Tú mientes bien?
—No sabes cuánto…
Pero Paula lo sabía bien. Le había oído decirle a su hermano que la amaba. Era la primera vez que un hombre había dicho que la quería, y había sido mentira. Una mentira que, aunque necesaria, le había dejado un terrible sabor de boca.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó Paula después de que les sirvieran la comida.
—¿Creía que lo habías oído todo de mí?
—No llevo un registro con todos tus datos —contestó ella volteando los ojos.
¡Pedro soltó una risita! ¡Por fin! Hasta él pareció sorprendido.
—Treinta.
Según avanzaba la cena y seguían hablando, Paula vió que estaba aprendido a interpretar sus reacciones; cuándo algo lo divertía o lo incomodaba y cuándo algo lo removía tanto por dentro que prefería disimularlo. Además, estaba disfrutando de su compañía. Julian la hacía reír con facilidad. La hacía sonreír.
—¿Estás lista? —le preguntó él tras apartar las dos copas y agarrarle la mano.
—Sí —respondió ella relajada y cómoda, ahora que lo conocía un poco mejor.
Pedro, sin dejar de mirarla, le acarició los nudillos y después sacó del bolsillo del abrigo una cajita de terciopelo negra. La dejó sobre la mesa y la abrió. Y aunque Paula sabía que no era real, que él no la amaba, se quedó sin respiración. Era un anillo increíble. Atemporal. Uno que ella misma habría elegido. Un gran diamante sobre una alianza de platino con pequeños diamantes en pavé.
—Paula, cásate conmigo.
No era una pregunta, sino una aseveración con la que le aseguraba que podía confiar en él, que estaban juntos en esa locura.
—Sí —dijo ella con la respiración entrecortada y sorprendida por lo fácil que le resultó responder.
Pedro sacó el anillo de la caja, se lo puso y le besó la mano. Y entonces el mundo desapareció.
—Ahora voy a besarte —le dijo con voz suave.
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