miércoles, 22 de enero de 2025

Busco Prometida: Capítulo 55

Pedro detuvo la mano en la cara interna de su muslo y la notó temblar. Ella le rozó la frente con la suya.


—Ven a Francia conmigo.


—Claro.


¿No había querido pasar tiempo a solas con ella? Pues Paula estaba ofreciéndole justo lo que quería.


—Podemos ir en mi jet.


Pedro vió alivio en el rostro de Paula y siguió acariciándola. Cuando sus dedos rozaron la tela húmeda entre sus muslos, él gimió mirándola fijamente.


—Me has besado, tocado y provocado, y llevo deseándote toda la noche —dijo ella.


Pedro la besó con una intensidad que lo excitó al instante, pero se contuvo. En pocos minutos el coche los dejaría en casa. Se apartó y sacó el móvil.


—Vamos a tener que esperar, sol. Dame una hora y te lo compensaré.



Según lo prometido, una hora después estaban sentados en los cómodos asientos color crema del jet de Pedro y listos para despegar. Cuando se alzaron en el cielo, San Francisco se convirtió en una red de luces doradas. Ya no había rastro de las calles empinadas y las icónicas casas. Ahí arriba Paula no veía motivos para estar nerviosa, no sentía rabia hacia su familia. Todos esos problemas se habían quedado en tierra. Se sentía liberada, como cuando había estado en Francia. Quería ayudar a Pedro a vivir, a relajarse, y eso era justo lo que París había hecho por ella. Sabía que lo inteligente sería alejarse de él porque pronto todo acabaría, pero ya se había acercado demasiado, ya lo deseaba demasiado. En cambio, Pedro nunca había dicho que se planteara un futuro con ella. Es más, le había dicho que no podía permitir que nadie entrara en su vida. Pero tal vez ya era hora de que perdiera ese miedo que sentía a convertirse en lo que había sido su padrastro. Tal vez ella pudiera mostrarle el hombre que era de verdad.


—¿Cansada? —le preguntó Pedro.


—Estoy bien —dijo Paula, aunque, cuando apoyó la cabeza en el reposacabezas, el sueño se apoderó de ella.


Notó que Pedro le desabrochó el cinturón y la llevó al fondo del avión. Debería haber protestado, pero se sentía tan cómoda y segura en sus brazos que le dejó llevarla a la cama y taparla con unas sábanas.


—Quédate —le pidió.


Tras unos segundos durante los que ella contuvo el aliento, Pedro se quitó los zapatos y la chaqueta, se metió en la cama y la rodeó con los brazos.


—Deberías dormir. Cuando te despiertes, estaré justo aquí.


—Bésame, por favor.


Pedro no vaciló ni un instante. Fue un beso suave, delicado, dulce a más no poder. No la excitó, como solían hacerlo sus labios. No. La derritió. La removió por dentro. 

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