miércoles, 8 de enero de 2025

Busco Prometida: Capítulo 37

Pedro la había ayudado a meter las maletas en el coche y después ella le había pedido que condujera porque quería asegurarse de avisar a su hermano de lo que estaba pasando.


—No le ha hecho ninguna gracia —dijo Paula mirando al teléfono—. Dice que estoy cometiendo un error.


—Entrará en razón.


Pedro no entendía su necesidad constante de reconfortarla, de hacerla feliz. Tenía que controlarse y contenerse, sobre todo si iban a vivir juntos.


—Y si no entra en razón, tú al menos podrás vivir tu vida. No necesitas ni su permiso ni su bendición.


—No.


Oyó tristeza en su voz y se sintió mal. Quería verla sonreír, aun sabiendo que esas sonrisas ocultaban mucho dolor. Y el hecho de anhelar tanto esas sonrisas era una muestra de que estaba acercándose demasiado a ella. Dobló una esquina hacia una calle flanqueada por exuberantes arbustos y altos árboles. Las casas eran grandes y estaban pegadas las unas a las otras. Todas excepto la suya, la única propiedad con espacio a cada lado. Los árboles la ocultaban prácticamente.


—No me esperaba tanta privacidad —dijo Paula cuando se abrió el portón y él accedió a un camino de entrada y a un garaje subterráneo, donde estacionó junto a su coche.


—Compré las casas contiguas a las mías y las convertí en solares.


Vió impacto, y tal vez también algo de horror, en el gesto de Paula, que bajó del coche sin esperar a que él le abriera la puerta. Pedro, algo molesto, sacó las maletas y echó a andar.


—¿Para tener más terreno? —preguntó ella finalmente, escandalizada.


—Para estar solo.


«Para tener paz».


—¿Y por qué no compraste una casa en otro sitio?


Pedro dejó las maletas en el suelo y salió a una terraza con vistas al mar. Sintió a Paula detrás.


—Porque quería esto y siempre me aseguro de tener lo que quiero.


—¿Por qué?


Pedro se negaba a revelar más información. La miró y, sin decir nada, agarró las maletas y la dejó en la terraza. Subió las escaleras de cristal. En esa casa había mucho cristal. La bahía se veía prácticamente desde cada punto de la vivienda. A él le encantaba estar solo ahí, donde podía respirar. Paula lo alcanzó, pero no dijo nada. Él abrió una puerta y le indicó que entrara. Además de su dormitorio, esa era la habitación que más le gustaba. El enorme ventanal ofrecía unas vistas sobrecogedoras y desde la cama, gigante y ubicada sobre una frondosa alfombra, podía verse todo el cielo.


—El vestidor está detrás de esas puertas —dijo Julian dejando las maletas en la cama.


—Gracias. Es preciosa.


Él la vió acercase a la ventana y asomarse sonriendo.


—¿Quieres que envíe a alguien a recoger el resto de tus cosas? — preguntó imaginando que una mujer que había crecido entre riqueza no viviría con solo dos maletas.

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