Crear recuerdos nuevos fue justo lo que hicieron durante esos días en París. Paula lo llevó a todos los lugares que quería compartir solo con él y Pedro hizo lo mismo con ella. Al segundo día descubrió que él tenía un francés perfectamente fluido y se sintió avergonzada por haberse burlado un poco de él cuando habían ido a ver la obra de teatro. Cada día fue perfecto, en especial el que pasaron en el Palacio de Versalles durante un recorrido privado que Pedro había organizado, solo para ellos. Ese hombre la había llevado ahí, le había mostrado una parte de sí mismo y estaba haciéndola feliz. Solo con mirarlo se le aceleraba el corazón.
—¿En qué piensas? —le preguntó él en el Salón de los Espejos.
—En nada. Bueno, pienso que no es justo que me afectes tanto.
—¿Crees que a mí no me pasa lo mismo contigo? Ven.
Pedro estaba decidido a dejárselo claro. Estaba en Francia porque ella le había pedido que fuese, ¿Y aun así Paula creía que no lo tenía bajo su hechizo? La agarró de la mano, salieron del palacio y cruzaron los jardines hacia el hotel situado allí mismo. Entraron en la suite más grande de todas. Así era cómo le demostraría a ella lo que le hacía sentir.
—Quítate la ropa y métete en la cama.
Paula enarcó una ceja, pero él supo que obedecería. Lo notó por cómo se le iluminaron los ojos, por la respiración acelerada y por el rubor que le subió por el cuello. Ella se quitó la parte de arriba y la tiró al suelo mientras Pedro, sin moverse del sitio, intentaba controlar el deseo que lo devoraba. Tenía que demostrarle lo que no podía decir; lo que tal vez no pudiera decir nunca por mucho que esas palabras no dejaran de rondarle la cabeza. «Te quiero». Habían sido las últimas palabras que le había dicho a su madre. No había vuelto a pronunciarlas y no podría hacerlo nunca. Se quitó la camiseta y la tiró al suelo. Ella lo recorrió con una mirada que fue como una caricia y después siguió desnudándose. Él hizo lo mismo.
—Tócate —le dijo Pedro una vez ella ya estaba tendida en el centro de la cama con dosel.
A pesar de su timidez, Paula deslizó una mano sobre su abdomen. Pedro, además de excitadísimo, estaba orgulloso de esa mujer que no se echaba atrás ante ningún desafío. Él se aseguraría de que fuera invencible, de que nadie volviera a controlarla nunca más. Aunque no era capaz de decirlo con palabras, la amaba, por mucho que había intentado evitarlo. Por mucho que sabía lo que el amor le hacía a la gente y que lo suyo no podía durar para siempre. Se había enamorado de ella. Mientras la veía deslizar los dedos con suavidad sobre su sexo y la oía gemir, él se rodeó con la mano y siguió el ritmo lento que marcaba ella.
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