Ahora se alegraba de no haber perdido el control la noche anterior. Estaba decidido a hacer que esa noche fuera inolvidable para ella. Paula estaba avergonzada por haber admitido su inexperiencia, pero, a la vez, se sentía a punto de estallar de deseo.
—Mírame —le dijo él acariciándole la mejilla.
Ella obedeció sin pensárselo.
—Me alegro de que me lo hayas dicho.
La besó en la frente y el roce hizo que un cosquilleo la recorriera.
—Yo también soy primerizo en algo. Nunca he traído aquí a una mujer.
—¿A tu habitación?
—A mi casa. Solo a tí, sol.
Paula se sentía feliz de haber esperado, de que su primera vez pudiera ser con Pedro. Porque confiaba en él y estaba claro que él confiaba en ella.
—Tómame, Pedro.
Estaba nerviosa, excitada y también un poco asustada. Pedro ya le había mostrado el placer en una ocasión, pero los dos habían estado completamente vestidos. Le atrapó los labios entre los suyos haciéndola abrirse a él, haciéndole suplicar que intensificara el beso. Pero en lugar de eso, se apartó y se quitó los zapatos y los calcetines.
—Desnúdame.
Esa orden susurrada la dejó atónita y ansiosa por tocar toda esa dureza que había sentido bajo la tela de la camisa. Ahora tendría acceso completo a él. Se miraron y Pedro sonrió como animándola, alentándola. ¡Por Dios! Esos hoyuelos iban a acabar con ella. Paula le quitó la chaqueta y deslizó los dedos sobre los botones de la impoluta camisa blanca, pero entonces la impaciencia se apoderó de ella y, con una pícara sonrisa, le abrió la camisa de un tirón haciendo que los botones salieran volando. Después, sorprendida por lo desinhibida que estaba, le bajó los pantalones y la ropa interior. Y entonces lo vio. Lo vio de verdad. Nada podía haberla preparado para la oleada de excitación que la sacudió al ver su cuerpo desnudo. Era esbelto, como si estuviera hecho de mármol y le hubieran tallado cada músculo. Tenía la piel clara y sedosa, perfecta, y cubierta por varios tatuajes que resultaban impactantes. Un enorme árbol moribundo con un tronco retorcido y unas raíces que empezaban en las costillas y acababan en la cadera; unas ramas desnudas que se le enroscaban alrededor de un pezón. Paula trazó el dibujo con los dedos y siguió las ramas por el costado hacia el omóplato. Las ramas muertas, áridas, iban creciendo poco a poco dando paso a unas hojas diminutas que se volvían cada vez más frondosas. De la muerte a la vida.
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