De nuevo en el jet, Paula estaba poniéndose al día de las noticias en la tableta de Pedro. Después de leer varios artículos, llegó a la sección de sociedad. Un titular la dejó paralizada.
—¿Qué pasa? —le preguntó Pedro al acercarse a su asiento.
En la pantalla aparecía Javier del brazo de una rubia alta. Paula la conocía. Era la hija de uno de los socios de su padre. El artículo, acompañado de varias fotos, decía que estaban comprometidos.
—¿Qué tal sienta ser una mujer libre? —le preguntó Pedro.
—No sé…
Le entró una risa nerviosa. Su familia ya no controlaba su destino. Ya no importaba que no pudiera fiarse de ellos, que no la protegieran.
—Solo espero no estar soñando.
—No estás soñando.
Era libre. Libre de verdad. Y todo gracias al hombre que tenía al lado. El hombre que la había liberado.
—Gracias, Pedro. Jamás podré decírtelo lo suficiente.
—No tienes por qué decírmelo nunca.
Lo miró. Estaba más que dispuesta a ayudarlo, pero no porque eso formara parte del trato. Quería que consiguiera el contrato de Arum porque sabía que era el mejor en su campo. Quería que esos empresarios, todos esos ricos de cuna, lo aceptaran por quién era. Para ella era perfecto, y los días que habían compartido en Francia habían sido lo más real que había vivido nunca. Y seguro que para él también. Si Julian necesitaba tiempo para admitirlo, se lo daría, pero desde luego no le permitiría creer que ella estaba dispuesta a marcharse. Se levantó y se situó frente a él.
—Estoy muy agradecida, pero Javier no me importa. Ninguno de ellos me importa.
—¿Y qué te importa? —preguntó Pedro con cierta aprensión en la mirada.
—Esto.
Lo besó en los labios y él, rodeándola con los brazos, se sentó con ella en su regazo. Y así pasaron el resto del viaje, juntos y abrazados. El sol acababa de ponerse cuando llegaron a casa. Que Paula considerara la de Pedro «Su casa, su hogar» reflejaba todo lo que sentía por él. Al no querer despedirse aún de esos días que habían pasado juntos, pasaron la mayor parte de la tarde en la cama, acurrucados bajo las sábanas. Se había enamorado de él, pero Pedro no había dicho que sintiera amor, así que ella tampoco podía decirlo. Pero aunque no pudiera decirleque lo amaba, no podía olvidar lo angustiado que lo había visto al hablarle de su madre, y por eso quería ayudarlo. Quería ayudarlo a ver que él no tenía culpa de lo que había pasado, porque solo entonces podría empezar a sanarse. Se lo merecía. Merecía paz, amor y aceptación. Y ella quería dárselo todo.
—Pedro…
—¿Sí?
—He pensado que deberías visitar a tu padrastro.
—No.
—Pedro…
Él apartó las sábanas, se levantó de la cama y se puso los calzoncillos con brusquedad.
—No pienso ver a ese hombre.
—Creo que verlo podría ayudarte.
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