Quería devorarla, pero se tomó su tiempo para saborearla, para besarla con dulzura bajo las estrellas. Los labios de Paula sabían a sal de las lágrimas que había derramado por él. No había ni un alma por allí. Estaban solos. Ella lo agarró de las solapas de la chaqueta y se alzó en un intento de acercarse más. Pedro la levantó y la abrazó con fuerza mientras dejaba que lo besara con intensidad… Y con cierta torpeza. Su inexperiencia resultaba de lo más entrañable. Después la llevó contra una columna, reclamándola con la lengua, queriendo que le diera más, que le mostrara su deseos más ocultos. Sus bocas se movían juntas. Mordisqueando. Lamiendo. Suplicando. Y entonces ella le susurró al oído:
—Llévame a casa.
Atropelladamente, entraron en casa. Labios besándose con desenfreno. Manos en el pelo, en los torsos, por debajo de la ropa. No había tiempo para hablar. No había tiempo para respirar. Pedro le coló las manos por la raja del vestido y, tras agarrarla por los muslos, la levantó y la subió a su dormitorio. Paula no le permitía que dejara de besarla y él no recordaba una ocasión en la que una mujer lo hubiera vuelto tan loco. Ya en la habitación, la dejó en el suelo, frente a él. Estaba tan excitado que casi le resultaba doloroso. Mirándola fijamente, le acarició la nuca hasta llegar a las horquillas de plata que le sujetaban el pelo. Con toda la delicadeza que pudo, se las soltó y el cabello de Paula cayó como una maravillosa cascada negra. Se enroscó su melena alrededor de la mano y le echó la cabeza atrás dejándole expuesto el cuello. Gimió mientras lo saboreaba. Qué dulzura. Ese aroma a flores con un toque de vainilla lo embriagaba; era casi como si la pastelería se hubiera grabado en la piel de ella de forma permanente. Volvió a besarla. Esta vez despacio. Con reverencia.
—Pedro… Deja de provocarme así…
Pero él quería tomarse su tiempo, saborear y besar cada centímetro de ella.
—Dime que quieres esto.
—Quiero esto… —contestó ella con la voz entrecortada—. Pero antes tengo que decirte algo.
Él se apartó para mirarla.
—Puedes decirme lo que sea.
—Yo… Eh… Nunca he hecho esto —dijo mirando a otro lado.
—¿Eres virgen?
Por sus besos, Pedro se había dado cuenta de que no tenía experiencia, pero jamás habría imaginado que fuera virgen.
—¿Estás enfadado?
Pedro no puedo evitar reírse.
—Claro que no.
Sonrió y su parte más primitiva se regocijó al saber que Paula era suya y solo suya.
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