Paula estaba en su despacho intentando trabajar, pero solo podía pensar en una cosa. Por mucho que hubiera sido una cita fingida, la había disfrutado mucho, pensó mientras jugueteaba con el anillo. Pedro… Cuando cerraba los ojos aún podía sentir sus labios. Aquel beso le había hecho olvidar dónde estaba y quién era. Solo recordarlo la dejaba sin respiración. Aunque se hubieran besado porque necesitaban que la gente los viera en actitud cariñosa, aunque hubieran estado actuando, no podían ser tan buenos actores, ¿No? No. El beso había sido real. Tenían suerte de que hubiera una química tan intensa entre los dos. Incluso Gonzalo se lo había creído. Su hermano había estado esperando a que llegara a casa y, al verla, lo único que había dicho había sido: «¿Entonces es verdad?». Ella había asentido y él la había dejado allí sola en el vestíbulo. No había vuelto a verlo, pero esperaba que esa reacción fuera señal de que el plan ya estaba funcionando. Estaba totalmente centrada en un hombre que parecía ocultar una gran carga tras esos muros altos y gruesos que había levantado a su alrededor. Parecía muy duro, pero nunca resultaba frío. Nunca sonreía, pero sus ojos color mar solían iluminarse con muestras de humor. Y en el coche había sido muy amable. La había reconfortado y animado. La había hecho sentirse cómoda. Por otro lado, también la había advertido de que no era ningún héroe, como queriendo decirle: «No te encariñes conmigo». Pero eso no sería problema. Paula no se permitiría olvidar todo lo que había en juego. Su libertad. Su felicidad. La felicidad era algo que no había sentido mucho últimamente. Aún lloraba la muerte de su padre, pero en lugar de poder tener oportunidad de asimilarla, estaba teniendo que enfrentarse a la rabia de saber que él no había cumplido su promesa. Y a eso se sumaban el hecho de que su madre hubiera decidido no quedarse junto a sus hijos y la frustración de solo poder recurrir a su hermano, a quien parecía no importarle nada. Por eso su plan con Pedro tenía que funcionar. Justo en ese momento le sonó el teléfono.
—Hola, mamá —dijo tras ver el nombre reflejado en la pantalla.
Se le aceleró el corazón. Sabía que su madre estaría defraudada con ella, pero se recordó que su familia la había traicionado y que ella no tenía nada por lo que disculparse.
—¿Es verdad, Paula? ¿Estás prometida?
Era la primera conversación que tenían en semanas y la preocupación de su madre no se debía a que su hija acabara de perder a su padre, sino al asunto del compromiso. Eso le partió el alma, pero se negó a mostrar su dolor.
—Es verdad —dijo fingiendo todo el entusiasmo posible.
—¿Con Pedro Alfonso? ¡Ni siquiera sabía que lo conocieras! ¿Qué pasa con Javier? Ibas a casarte con él.
—Sí, con Pedro. Llevamos juntos un tiempo. Yo no iba a casarme con Javier.
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