—¿Entonces por qué no me he enterado antes?
—Porque queríamos mantenerlo en secreto hasta que se arreglara la situación con Javier, pero yo ya no podía aguantar más. Quiero estar con Pedro.
—Paula… —dijo su madre con dureza.
No era un tono que hubiera escuchado en ella a menudo; al menos, no durante el tiempo que habían estado unidas.
—Tu padre se esforzó mucho por asegurar tu matrimonio con Javier. Deberías honrar sus deseos.
—No.
—Javier puede aseguraros un futuro a tu hermano y a tí. ¿Qué puede ofrecerte Pedro? Piensa en tu familia.
—Javier no supone nada para mi futuro, solo para Arum. Pedro puede darme todo lo que quiero.
Eso era cierto. Estaba ayudándola a recuperar su vida, a tener el control de su destino.
—¿Por qué no puedes alegrarte por mí?
—Nunca has dicho nada de ese hombre. Los Harrison son como de la familia…
—No conoces a Javier como lo conozco yo.
—No puedo apoyar este compromiso. Tu lugar está al lado de Javier. Debes honrar a tu padre.
—Pues no lo apoyes. De todos modos, no les importo a ninguno. Pedro me hace feliz y voy a estar con él.
Reuniendo toda la fuerza que pudo, colgó a su madre. Se quedó mirando el teléfono intentando no llorar. No podía confiar en su familia, no podía confiar en que la protegieran o la apoyaran. Pero daba igual. Pedro y ella tenían un plan.
—Estoy prometida —susurró mirando de nuevo el anillo—. ¿Qué haría una mujer recién prometida?
Celebrarlo. Presumir de anillo de compromiso ante sus amigos y su familia. Decirle al mundo lo feliz que era. Pero ella no tenía amigos, su familia no se alegraba por ella y alardear en redes sociales no sería apropiado para alguien de su estatus. De todos modos, daba igual, porque solo había una persona a la que quería ver. Y así, salió del despacho, preparó una caja de bollos, dejó al cargo a una de sus dependientas y se metió en el coche rumbo al distrito financiero. Aunque nunca había ido allí, sabía dónde estaba el edificio de IRES. Una vez dentro, se dirigió al mostrador de recepción, donde directamente le indicaron que subiera al último piso. Sonrió al darse cuenta de que Pedro había pensado en todo y le había dado acceso al edificio. En cuanto salió del ascensor, una mujer impecablemente vestida la recibió.
—Buenos días, señorita Chaves. Por favor, sígame.
Las oficinas de Pedro tenían las paredes y los suelos blancos, mobiliario gris y toques verdes por todo el espacio. Era una decoración sencilla pero acogedora que no interfería con las espectaculares vistas que se veían por los ventanales.
—Señor Alfonso, su prometida ha venido a verle —dijo la mujer abriendo la puerta de un impresionante despacho en esquina.
—Gracias —dijo él al levantar la mirada del ordenador—. No me pases llamadas.
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