—¿Paula?
Ella abrió la puerta y se encontró a Pedro con un traje negro y el pelo algo húmedo. Le indicó que entrara en la habitación y entonces su aroma especiado la envolvió. Por muy espacioso que fuera el dormitorio, la presencia de él y cómo recorrió con la mirada su bata de seda y su rostro la hicieron sentirse asfixiada.
—¿Puedes decirme adónde vamos?
—Para eso he venido.
Se sacó dos entradas del bolsillo de la chaqueta y se las dió.
—¿Cómo…? Hace meses que están agotadas.
Él le acarició la mejilla.
—¿Cuándo vas a aprender? No hay nada que yo no pueda hacer.
Ella sonrió. Pedro iba a llevarla a una obra de teatro francesa que estaba deseando ver y para la que no había conseguido entradas.
—¿Contenta? —le preguntó él con ternura.
—¡Sí! ¡Contentísima! Gracias —dijo abrazándolo.
—No tienes que darme las gracias, sol.
—Bueno, debería arreglarme.
Pedro la besó en los labios y salió dejándola ahí, con las entradas en la mano y conteniendo las lágrimas. Él había entendido cuánto significa Francia para ella y lo que significaría asistir a esa obra. Por mucho que fuera una relación fingida, nadie la había tratado nunca así de bien. Era como si lo que ella dijera y quisiera importara sumamente.
Pedro esperaba a los pies de la escalera ojeando un correo al que no le estaba prestando mucha atención. Había procurado guardar las distancias, pero había entendido que no podía. Que no quería. La deseaba más que a nada. Y, aunque no la merecía, podía disfrutar de lo que tenían mientras durara. Y cuando terminara, porque todo tenía su fin, guardaría esos recuerdos junto con los demás sobre los que intentaba no pensar. Por eso había detenido aquel beso. Paula se merecía más que un encuentro desesperado y lujurioso en la encimera de la cocina. Merecía que la cuidaran, que la veneraran. Por eso había comprado las entradas. El repiquetear de unos tacones fue lo primero que oyó. Se guardó el teléfono en el bolsillo y levantó la mirada. Se quedó sin aliento. ¿Cómo era posible que esa mujer quisiera estar con él? Era perfecta. Unos finos tirantes morados descansaban sobre sus bronceados hombros. El cuello del vestido formaba una V en el valle de sus pechos y la falda se ceñía a su diminuta cintura antes de caer hasta el suelo en capas de gasa. Tenía una larga abertura en el lado izquierdo que le dejó verle la pierna al bajar las escaleras.
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